jueves, 17 de marzo de 2022

 PASAJES DE “CÉCILE.AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA”(86)

CAPÍTULO XII

La Tolerancia

 

 

 

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―Cuando vaya a la Universidad, pienso estudiar Filosofía y Letras ―afirmé desafiante.

―¡Me lo estaba imaginando! ¿No te lo había dicho? Nada de provecho. Una licenciatura con la que difícilmente se puede mantener una familia, y encima, para más escarnio, propia de mujeres. Difícilmente tendrás compañeros. Únicamente confraternizarás con las hijas de nuestras amistades. En un ambiente así, al final me veo avergonzado, soportando las burlas por tener un hijo amanerado.

―Álvaro: no seas tan mordaz ―replico mi madre―. Es cierto que cuando yo estudiaba, la mayoría éramos mujeres, pero ninguno de mis compañeros daba signos de afeminamiento.

―¿Y qué me dices de aquel pisaverde que te pretendía? ¿No es cierto que se arrugó ante mi hombría al ver en la bocamanga la estrella de Alférez Provisional? Pero está visto que lo que yo digo en esta casa, cada vez se tiene menos en cuenta ―comentó mi padre, dejando el estofado a medio consumir y retirándose del lugar de la confrontación con evidente muestras de enfado.

Apenas se hubo marchado, mi madre recriminó mi actitud.

―No me gusta que le hables así a tu padre. Él no tendrá siempre la razón, pero es un hombre honesto que se esfuerza por proporcionarnos una vida confortable, y que siempre quiere para nosotros lo mejor. Deberías tenerle más respeto y no contradecirle. Temo que un día, en uno de estos disgustos, le pueda pasar algo, y entonces estarías toda la vida lamentándolo.

―Ya procuro no enfadarle, pero papá ya decidió lo que quería hacer con su vida y no puede pretender planificar también la mía. Desde que tomé la decisión de no estudiar Derecho, me rehúye y no acepta que mi vocación sea la de llegar a ser un buen poeta. No quiero decir con esto que me pase la existencia haciendo únicamente versos. Con la carrera puedo ser profesor y labrarme un porvenir.

Desesperado por la incomprensión, exclamé con la voz rasgada, a punto de echarme a llorar:

―¿Pero es que nadie en esta casa va a respetar mi derecho a elegir lo que quiera ser en el futuro? ¿Tengo que renunciar a ser feliz a cambio de que lo seáis vosotros?

Mi madre no me contestó. Tinín y Margarita abandonaron apresuradamente el salón, sin esperar al postre, y Tata Lola, asustada por la discusión, se santiguó repetidamente antes de retirar la vajilla con la comida casi intacta, camino de la cocina. Yo, totalmente disgustado, cogí el periódico y me refugié en mi cuarto. Con la vista todavía borrosa, pude leer entre las noticias que daba la prensa del día, la convocatoria de un premio de poesía para jóvenes que no hubieran superado los dieciocho años. El tema obligado sería “Valladolid, mi ciudad” y el fallo del Jurado tendría lugar durante las Fiestas de San Mateo, recibiendo el ganador, además del correspondiente Diploma, la imposición por parte del Presidente del Ateneo, de una corona de laurel que “ceñiría sus sienes” según decía literalmente la reseña. Atraído por la sugerente fantasía de verme coronado como un emperador romano, decidí presentarme al concurso, no sin antes ponerme en contacto con don Julián, para recabar su consejo, y de paso, abandonar momentáneamente la intolerante residencia de los González-Hontañera.

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