PASAJES DE “CÉCILE.AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA”(86)
CAPÍTULO XII
La Tolerancia
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―Cuando vaya a la Universidad,
pienso estudiar Filosofía y Letras ―afirmé desafiante.
―¡Me lo estaba imaginando! ¿No te
lo había dicho? Nada de provecho. Una licenciatura con la que difícilmente se
puede mantener una familia, y encima, para más escarnio, propia de mujeres.
Difícilmente tendrás compañeros. Únicamente confraternizarás con las hijas de
nuestras amistades. En un ambiente así, al final me veo avergonzado, soportando
las burlas por tener un hijo amanerado.
―Álvaro: no seas tan mordaz
―replico mi madre―. Es cierto que cuando yo estudiaba, la mayoría éramos
mujeres, pero ninguno de mis compañeros daba signos de afeminamiento.
―¿Y qué me dices de aquel
pisaverde que te pretendía? ¿No es cierto que se arrugó ante mi hombría al ver
en la bocamanga la estrella de Alférez Provisional? Pero está visto que lo que
yo digo en esta casa, cada vez se tiene menos en cuenta ―comentó mi padre,
dejando el estofado a medio consumir y retirándose del lugar de la
confrontación con evidente muestras de enfado.
Apenas se hubo marchado, mi madre
recriminó mi actitud.
―No me gusta que le hables así a
tu padre. Él no tendrá siempre la razón, pero es un hombre honesto que se
esfuerza por proporcionarnos una vida confortable, y que siempre quiere para
nosotros lo mejor. Deberías tenerle más respeto y no contradecirle. Temo que un
día, en uno de estos disgustos, le pueda pasar algo, y entonces estarías toda
la vida lamentándolo.
―Ya procuro no enfadarle, pero
papá ya decidió lo que quería hacer con su vida y no puede pretender planificar
también la mía. Desde que tomé la decisión de no estudiar Derecho, me rehúye y
no acepta que mi vocación sea la de llegar a ser un buen poeta. No quiero decir
con esto que me pase la existencia haciendo únicamente versos. Con la carrera
puedo ser profesor y labrarme un porvenir.
Desesperado por la incomprensión,
exclamé con la voz rasgada, a punto de echarme a llorar:
―¿Pero es que nadie en esta casa
va a respetar mi derecho a elegir lo que quiera ser en el futuro? ¿Tengo que
renunciar a ser feliz a cambio de que lo seáis vosotros?
Mi madre no me contestó. Tinín y
Margarita abandonaron apresuradamente el salón, sin esperar al postre, y Tata
Lola, asustada por la discusión, se santiguó repetidamente antes de retirar la
vajilla con la comida casi intacta, camino de la cocina. Yo, totalmente
disgustado, cogí el periódico y me refugié en mi cuarto. Con la vista todavía
borrosa, pude leer entre las noticias que daba la prensa del día, la
convocatoria de un premio de poesía para jóvenes que no hubieran superado los
dieciocho años. El tema obligado sería “Valladolid, mi ciudad” y el fallo del
Jurado tendría lugar durante las Fiestas de San Mateo, recibiendo el ganador,
además del correspondiente Diploma, la imposición por parte del Presidente del
Ateneo, de una corona de laurel que “ceñiría sus sienes” según decía
literalmente la reseña. Atraído por la sugerente fantasía de verme coronado como
un emperador romano, decidí presentarme al concurso, no sin antes ponerme en
contacto con don Julián, para recabar su consejo, y de paso, abandonar
momentáneamente la intolerante residencia de los González-Hontañera.
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