PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (88)
CAPÍTULO XII
La Tolerancia
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Me sonreí al oír su comentario y me tomé la libertad de responderle con
una broma: “En ese caso, compraré laurel para los dos, por si acaso resultara
efectivo contra el reuma”. Una sonora carcajada retumbó en el pasillo cuando
cerraba la puerta. Enardecido por los consejos recibidos, el golpeteo armónico
de mis pies sobre la tarima de la escalera propició que ya imaginara mi primer
verso, que escribí nada más traspasar el umbral de mi casa:
Nació Valladolid
mecida por dos ríos...
En los días siguientes, haciendo caso a los consejos de don Julián,
dedicaba buena parte de la mañana a estrujarme el cerebro, esperando la anhelada
presencia de la inspiración. Al atardecer paseaba junto a Cécile, disfrutando
del encanto de la ciudad, para de allí obtener nuevos motivos que incorporar a
la composición. Un buen día, los nudillos de Tinín golpeando la puerta
interrumpieron mis pensamientos y me anunciaron su presencia. No era muy
frecuente que entre ambos hubiera un diálogo fluido, en parte, porque al ser
Tinín tres años menor que yo, siempre había considerado que no tenía la
capacidad suficiente para entablar conmigo una conversación interesante. Sin
embargo, mi suficiencia no había advertido que, en poco tiempo, el pequeño de
la casa había madurado de forma considerable. Siempre obediente a los dictados
de mi madre, a los afectos de Margarita, a las caricias de tata Lola y a las indicaciones
de mi padre, el muchacho concitaba en su persona todo el afecto familiar del
que yo carecía, y en esos momentos se había erigido en el delfín de mi padre,
llamado a sucederle un día al frente de la notaría. Esta facultad de estar a
bien con todos le permitía conocer mucho antes que yo los dimes y diretes
familiares, y aquella mañana venía dispuesto a contarme uno de ellos.
―¿Qué haces? ―me dijo a forma de entradilla―. Tengo que darte una buena
noticia: ayer escuché sin querer una conversación que tuvieron papá y mamá
sobre ti. Mamá le dijo a papá que había sido muy duro contigo y que debía
dejarte hacer la carrera que quisieras. Al principio, papá criticó tu actitud y
tu desobediencia, pero luego oí, entre el sonido de los besos, la voz cada vez
más cariñosa de mamá diciéndole: “Cariño, si nuestro amor es tan grande, ¿por
qué nos disgustamos por estas cosas?” Tras unos momentos de silencio algo debió
de pasar, porque oí la voz de papá, musitando: “En la oreja ¡no! En la oreja
¡no!” hasta que al final, entre risas, comentó: “Pensándolo bien, si Núñez de
Arce y Zorrilla tienen ya su calle, ¿por qué con el tiempo no puede haber otra
del poeta Álvaro González-Hontañera?”. Después, cogidos de la mano se
encerraron en su dormitorio y ya no pude escuchar más.
―Bien, chaval ―respondí―. Eso es una gran noticia. Me quitas un peso de
encima. Tendré que esperar a ver en qué momento nuestro padre tiene a bien
comunicármelo ―dije, imitando su peculiar forma de expresarse.
Esta respuesta hizo reír a Tinín, al que le sugerí, antes de que
abandonara el cuarto:
―¿Quieres salir con Cécile y conmigo esta tarde?
―¡Naturalmente! ―contestó emocionado.
―De acuerdo. Procura estar listo para las siete ―le dije.
Ya sabía yo que aquella tarde no
podría besar a Cécile, pero estaba en deuda con mi hermano y la información
justificaba mi sacrificio.
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Fotografía de la calle Núñez de Arce y casa donde nació el poeta.
Valladolid.
Agradable lectura. ¡Muchas felicidades, desde América Central!
ResponderEliminarVaya hasta América Central un afectuoso saludo, amigo/a.
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