PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (97)
CAPÍTULO IX
La Ruptura
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Era Viernes Santo, y antes de las diez de la mañana ya me encontraba en
el vestíbulo del hotel, prácticamente vacío, llevando a Nerea de la mano. Al
poco tiempo de preguntar por los señores de Echegáriz, Arancha vino a nuestro
encuentro con el rostro rezumando odio. Sin darme tiempo a dar los “buenos
días”, me hizo saber su enfado:
―Tienes un padre sin corazón ―comenzó diciendo―. Nacho está destrozado y
mis padres totalmente defraudados por la actitud insolidaria de tu familia.
¡Creíamos poder contar con unos buenos amigos! Pero ya ves, todo se ha ido al
garete, incluida la relación tan bonita que nosotros habíamos comenzado. ¡Tú te
lo pierdes! Algún día lo sentiréis y me echarás de menos, porque por muy
extenso que sea el repertorio de tus futuras amistades, conocerás muy poquitas
mujeres que se puedan comparar conmigo, incluida esa gabacha que pronuncia mal
las erres.
No quise contestar. Me di la vuelta y empujé suavemente las puertas
giratorias de salida hasta conseguir llenar los pulmones del aire frío y puro
que recorría inquieto, a tan temprana hora de la mañana, las calles de la
ciudad. Verdaderamente, esa chica estaba mal de la cabeza. ¿De qué relación me
hablaba? ¡Quién había hecho creer a esta criatura que era el ser más perfecto
de la creación? ¿Por qué me lastimaba insultando a mi querida Cécile? No quise
perder más tiempo en encontrar respuestas a acusaciones sin sentido. Para mí,
lo importante en ese momento era que había conseguido zafarme del acoso de
Arancha y me sentía liviano en ese aspecto, aunque la sombra de la infidelidad
me impidiera, por el momento, poder contemplar los ojos de mi amada con la
limpieza de corazón que yo deseaba.
Al llegar a casa para rendir noticia del encargo, me encontré con un
panorama que, a pesar de no ser estridente, no difería mucho del que había
presenciado la noche anterior. Un silencio, interrumpido por el constante gemir
de Margarita, lo envolvía todo. Tata Lola y Petra distribuían los desayunos,
procurando con alguna frase suelta que Tinín no se percatara de la crudeza del
drama. Mi madre parecía haber perdido el apetito, y sentada en una butaca,
rezaba el rosario, intentando comprender por qué en aquella ocasión la voluntad
de Dios Padre no coincidía con la suya. Mientras, mi padre remojaba uno tras
otro los bizcochos en el café, mirando de tanto en tanto a Margarita, la cual
no cesaba de sollozar. Por la determinación con la que daba cuenta de los
bizcochos, podría asegurar que soportaba el dolor de su hija como un mal menor,
convencido de que su decisión había sido oportuna, correcta y necesaria. Por si
fuera poco, todavía incrementó el llanto de Margarita al pronunciar.
―¡De buena te has librado! ¿Sabes las consecuencias que te podría
acarrear haberte casado con ese desgraciado? Eso suponiendo que su sangre no
tuviera, como un gran porcentaje de los vascos, el rH negativo, y en vez de
nietos tuviéramos abortos.
En este ambiente tan poco recomendable para poder
expresar mi satisfacción interior, pensé de nuevo: “Cuando unos ríen, otros
lloran”, y salí de casa dispuesto a ponerme a bien con Dios. Para ello nadie
mejor que mi ocasional confidente: el dominico de San Pablo.
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