domingo, 22 de julio de 2018



PASAJES DE " CECILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (48)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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La calefacción, la comida y el vino, con toda seguridad de Cigales, sonrosaron las mejillas de mi padre, alegraron sus ojos y desataron la lengua, tan correcta y comedida en ausencia de alcohol. Haciendo alarde de una habilidad para nosotros desconocida, descorchó con un espectacular giro de muñeca una botella de champagne, llenó las copas y nos pidió le imitáramos en un brindis que, cuando menos, resultó pintoresco e inédito:
―Brindo por el nuevo año, por la salud de todos, por Nacho y su familia, por su santidad Pío XII y sobre todo por nuestro invicto Caudillo, al que Dios conserve la vida muchos años.
Tenía la impresión de que después de incluir tan amplia gama de personalidades en un mismo brindis, cualquier cosa podía suceder, y así efectivamente aconteció.
De pie, con la segunda copa en la mano, mi padre llamó a las tatas para que junto a nosotros compartieran la sobremesa.
―Tenemos por costumbre ―dijo, dirigiéndose a Nacho― compartir fraternalmente con el servicio muchos momentos de nuestra vida cotidiana. Somos así de sencillos, ¡qué le vamos a hacer! Al que entra a servir en mi casa se le trata con la campechanía con la que se recibe a un pariente, y sólo su apellido desvela que no pertenece a nuestra familia.
El que hablaba no era mi padre, estaba convencido de que no podía ser la misma persona que establecía muros infranqueables con todo aquel que consideraba de rango inferior al suyo. Pero lo más chusco estaba por llegar...
Petra se deshizo de la cofia y se desabrochó el cuello duro del uniforme. Se sentó a mi lado y, sin poner reparos, bebió de un trago el champagne que mi padre le acababa de servir.
―¡Qué rico es este vino! No lo conocía. Póngame otro poco, señorito, que me paice que me gusta más que la “isidra”.
Tata Lola también se sentó a la mesa y no dejaba de mirar estupefacta a mi padre y luego a Petra, que con la bebida había cogido carrerilla y tomó el mando de la conversación:
―¡Madre del Amor Hermoso! Se me alegran las tripas al imaginar la cara de “la diabla” cuando se entere de cómo me lo paso en la ciudad. Porque esto se lo escribo mañana mismo a mi vecina Herminia y escapao irá a contárselo a esa mal nacida.
―Ten caridad, Petra, ten caridad. Hay que saber perdonar las ofensas como hizo nuestro Señor ―intervino, mi madre, en un deseo de reconducir la conversación.
Pero para entonces, Petra era dueña de la palabra y de la botella, de la que se servía cada vez que notaba seco el gaznate. Con mi padre adormilado por la abundante comida y por los efectos del alcohol y con mi madre temerosa de que una brusca interrupción del discurso causara una mala impresión en Nacho, Petra no dejó títere con cabeza. Lamentó la muerte de María, la Perdiz, y no tanto la de Cirilo, el Alpargata. Relató la debacle de Faustino, enriquecido con el estraperlo en los años cuarenta, pero venido a menos por el juego y las reiteradas visitas a Susana, la Gata, y compañeras. “Se creyó que nunca se le acabaría el dinero, pero... ¡Le pilló la artesa! ―comentó― y ahora está más desplumado que el pavo que nos hemos comido”. 
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