jueves, 27 de julio de 2017





                                                  EL RETIRO  DEL  ANTICUARIO
Aportar algunas monedas al escaso poder adquisitivo de la familia, fue para Andrés, desde bien pequeño, una obligación impuesta por las circunstancias.  Hijo de Ambrosio, el chatarrero, pronto supo lo que era rebuscar entre inmensos montones de  desperdicios, hasta encontrar algún objeto metálico con el que en engrosar la carga de su humilde carretilla. Su padre era el encargado de estimular al muchacho y a sus hermanos para que inspeccionara nuevos vertederos. ”Comer depende de vosotros— les decía—, anunciándoles, de vez en cuando, la llegada de una nueva boca a la que alimentar.
Acuciado por la necesidad, Ambrosio, se embarcó en otra actividad  ajena a su oficio de chatarrero. Comprobó que algunas personas tenían serias dificultades en desprenderse de objetos varios procedentes de herencias o, simplemente, porque al comprar nuevo mobiliario, les molestaban. Fue así como vaciaba de enseres inservibles para sus dueños, casas enteras. Entre lo que recogía, siempre encontraba libros viejos, relojes deteriorados, marcos, sillas, etc., que llevaba a los mercadillos en donde obtenía ingresos superiores a los que le proporciona  la venta de la chatarra. En este nuevo negocio se desarrolló el espíritu mercantil de Andrés, que pronto distinguió la plata de la alpaca y el volumen valioso para una biblioteca de aquel otro que, aunque maltratado por el tiempo, no tenía valor alguno.
Cumplida la mayoría de edad, y harto de pasar dificultades, Andrés, se estableció por su cuenta; primero, en un lóbrego sótano, después, en la garita de un amplio portalón, y cuando las cosas fueron a mejor, en una calle céntrica, rodeado de tiendas lujosas a las que acudían gentes de elevado poder adquisitivo. Tenía tal ansia por olvidar su mísero pasado, que con tal de obtener pingües beneficios, era capaz de atribuir a algún personaje histórico cualquier objeto del que conocía su modesta procedencia; envejecía marcos, puertas y tallas recientes, para que pasaran por piezas antiguas, al igual que maltrataba volúmenes enciclopédicos, con tal de que parecieran mil veces leídos en una prestigiosa biblioteca. El engaño era la forma habitual con la que aumentaba su patrimonio.
Un día, tasando el palacio de un miembro de la realeza venido a menos, encontró un cuadro de un pintor impresionista de incalculable valor. Siguiendo la táctica que tan buenos resultados le daba, fingió no reparar en ella, ofertando por todos los enseres palaciegos una cantidad, que el noble aceptó encantado. Con el valioso cuadro en sus manos, Andrés, creyó llegado el momento de retirarse y disfrutar del resto de sus días sin tener que trabajar. Repartió su fortuna entre sus hijos, quedándose, únicamente, con una pequeña cantidad de dinero y el famoso cuadro, calculando que con su venta, tendría para vivir más de dos vidas.
Lo colocó en el salón, frente al sofá desde el que imaginaba todos los días, las mil aventuras que le proporcionarían su venta, cuando llegara el momento.
Poco podía imaginar, Andrés, que la policía seguía el rastro de ese cuadro, robado años atrás de una pinacoteca.




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