EL RETIRO DEL ANTICUARIO
Aportar
algunas monedas al escaso poder adquisitivo de la familia, fue para Andrés,
desde bien pequeño, una obligación impuesta por las circunstancias. Hijo de Ambrosio, el chatarrero, pronto supo
lo que era rebuscar entre inmensos montones de
desperdicios, hasta encontrar algún objeto metálico con el que en
engrosar la carga de su humilde carretilla. Su padre era el encargado de
estimular al muchacho y a sus hermanos para que inspeccionara nuevos
vertederos. ”Comer depende de vosotros— les decía—, anunciándoles, de vez en
cuando, la llegada de una nueva boca a la que alimentar.
Acuciado
por la necesidad, Ambrosio, se embarcó en otra actividad ajena a su oficio de chatarrero. Comprobó que
algunas personas tenían serias dificultades en desprenderse de objetos varios
procedentes de herencias o, simplemente, porque al comprar nuevo mobiliario,
les molestaban. Fue así como vaciaba de enseres inservibles para sus dueños,
casas enteras. Entre lo que recogía, siempre encontraba libros viejos, relojes
deteriorados, marcos, sillas, etc., que llevaba a los mercadillos en donde obtenía
ingresos superiores a los que le proporciona la venta de la chatarra. En este nuevo negocio
se desarrolló el espíritu mercantil de Andrés, que pronto distinguió la plata
de la alpaca y el volumen valioso para una biblioteca de aquel otro que, aunque
maltratado por el tiempo, no tenía valor alguno.
Cumplida
la mayoría de edad, y harto de pasar dificultades, Andrés, se estableció por su
cuenta; primero, en un lóbrego sótano, después, en la garita de un amplio
portalón, y cuando las cosas fueron a mejor, en una calle céntrica, rodeado de
tiendas lujosas a las que acudían gentes de elevado poder adquisitivo. Tenía
tal ansia por olvidar su mísero pasado, que con tal de obtener pingües
beneficios, era capaz de atribuir a algún personaje histórico cualquier objeto
del que conocía su modesta procedencia; envejecía marcos, puertas y tallas
recientes, para que pasaran por piezas antiguas, al igual que maltrataba
volúmenes enciclopédicos, con tal de que parecieran mil veces leídos en una
prestigiosa biblioteca. El engaño era la forma habitual con la que aumentaba su
patrimonio.
Un
día, tasando el palacio de un miembro de la realeza venido a menos, encontró un
cuadro de un pintor impresionista de incalculable valor. Siguiendo la táctica
que tan buenos resultados le daba, fingió no reparar en ella, ofertando por
todos los enseres palaciegos una cantidad, que el noble aceptó encantado. Con
el valioso cuadro en sus manos, Andrés, creyó llegado el momento de retirarse y
disfrutar del resto de sus días sin tener que trabajar. Repartió su fortuna
entre sus hijos, quedándose, únicamente, con una pequeña cantidad de dinero y
el famoso cuadro, calculando que con su venta, tendría para vivir más de dos
vidas.
Lo
colocó en el salón, frente al sofá desde el que imaginaba todos los días, las
mil aventuras que le proporcionarían su venta, cuando llegara el momento.
Poco
podía imaginar, Andrés, que la policía seguía el rastro de ese cuadro, robado
años atrás de una pinacoteca.
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