jueves, 6 de septiembre de 2018



PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (49)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Si sorprendido estaba por la confesión que acababa de oír, lo que verdaderamente me tenía perplejo era la diversidad de personalidades que cabían en la apepinada cabeza de mi primo. En la estación se mostró interesado, como un chico mayor, por los pechos de Margarita; en el camino fue un niño-bufón para Tinín, matando moscas y haciendo payasadas, y ahora, a mí me hablaba con la hondura de una persona de edad, con su correspondiente historial de sufrimiento.
¿Quién era el verdadero Jeremías?
Para que mi primo, no continuara haciéndome preguntas de difícil contestación, abrí el balcón y levanté la persiana, saliendo a la galería interior, y desde allí contemplé el jardincillo, que en otro tiempo, complementaba el esplendor de tan noble casa. Estaba más o menos como el año anterior, es decir, ¡hecho una pena! La pérgola, o lo quedaba de ella, seguía rodeando a la fuentecilla sin que el cisne mutilado que coronaba el grupo escultórico central hubiera encontrado su pico, ni mucho menos el ala derecha. El conjunto era todo un canto a la impotencia. En lo que debió ser un jardín del Edén, apenas se dibujaban los parterres donde crecieron, para recreo de la vista y del olfato, la menta, el tomillo y la lavanda. Junto a la tapia habían sobrevivido milagrosamente una madreselva y un don Diego de día, que se aferraban a la pared como quien se aferra a la vida. A su alrededor zumbaban los abejorros, atraídos, quizás, por alguna planta melífera. Faltos de agua y de poda, los rosales trepadores se habían convertido en varales bravíos, emergentes entre la maleza que se encontraba por doquier, amenazando con borrar definitivamente el paseo donde el bisabuelo Damián, dicen, se fumaba un puro cada vez que incorporaba una nueva finca a su patrimonio.
Cerré los ojos y por un momento me imaginé heredero de la colosal fortuna. Los parterres, compitiendo en belleza, se tendían a los pies de los rosales que, desafiando la gravedad, ascendían por la pérgola hasta cubrir de flores columnas y viguetas. El cisne lanzaba constantemente agua por su pico, amenazando con batir alas y alcanzar el cielo. En un rincón del paseo, cogidos de la mano, sumergidos en mil fragancias, Cristina, me miraba embelesada, esperando el tierno beso…
―¡Jeremías! ¡Alvarito!, bajad a comer.
La voz de tata Lola, había cortado de raíz, el último de mis ensimismamientos, devolviéndome a la cruda realidad.
En el pasillo, antes de entrar al comedor, mi madre, frunciendo el ceño, me preguntó:
―¿De qué hablabais Jeremías y tú? Tinín me ha preguntado por el significado de una palabra que no me atrevo a repetir.
―Nada mamá; el niño quería saber qué es un escaño.
―Ah, bueno, no sabes cómo me tranquilizas. De todas formas, la próxima vez procura responderle tú, que para eso eres mayor.
―Descuida mamá, así lo haré ―respondí mientras mis mejillas se ruborizaban por haber mentido a la persona que más quería.
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