PASAJES DE
“CÉCILE.AMORÍOS Y MELÁNCOLÍAS DE UN JOVEN POETA” (49)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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A petición de Tinín, volvió a contar el origen de todos los apodos del
pueblo, incluido el suyo, y añadió a la lista uno que nunca habíamos oído.
―¿Conocéis a
Coné, la hija de Saturnino, el pastor de Mayalde?
―No la
recuerdo. Ya sabes que yo para los nombres... ―dijo mi madre.
―Pues del
nombre es de lo que se trata. Cuando fue a servir a Salamanca y dijo que se
llamaba Coné, a los amos les pareció que eso no podía ser, porque no existe
santa Coné, y sacaron la partida de nacimiento de la muchacha. En el papel
aquel figuraba que su gracia era Eugenia y se descubrió el pastel. Dijon que la
culpa fue de su padre, que en el bautizo, al preguntarle don Matías qué nombre
quería poner a su hija, contesto: “Ugenia”, a lo que don Matías, que es muy
leído, le dijo: “Saturnino: con E, se pone con E” y el torpe del pastor
replicó: “Pues póngala como usted quiera. Venga, pues que se llame Coné”.
Todos reímos
la anécdota e incluso a mí me pareció que se lo acababa de inventar, pero Petra
me dijo muy seria:
―Too, mira,
si no te lo crees, vas y se lo preguntas a don Matías, aunque el hombre está ya
con la cabeza que no le funciona del todo. El último año, el día de la Fiesta,
subido al púlpito comenzó la prédica diciendo: “Queridos feligreses... queridos
feligreses” y de ahí no se arrancaba, hasta que salió por peteneras: “Queridos
feligreses, hoy veis a vuestro cura, más alto que otras veces” y se desatascó.
A partir de entonces, en cada misa del domingo, en cuanto comienza a decir.
“Queridos feligreses...” hay un grupillo de jóvenes que a coro añade: “hoy veis
a vuestro cura más alto que otras veces” y las mozas se parten el culo, riendo.
Tinín,
lloraba de risa con las historias que Petra nos contaba. Risa que se nos fue
contagiando a los demás, a excepción de mi madre, a la que le parecían burdos
los relatos y malsonantes las palabras empleadas por su insólita compañera de
mesa. Con cara de circunstancias, ponía a cada comentario su punto de
compasión, añadiendo: “Cómo siento lo de María la Perdiz”, “Pobre Faustino” o
“don Matías ha sido muy buen sacerdote, pero los años no perdonan” mostrando
con ello su gran corazón y deseando que de esta manera, Petra callara y no
desvelara más miserias; miserias que, con toda seguridad, acabarían en los
oídos de doña Camino y de don Ignacio. Fue en balde: Petra continúo hablando
sin parar todavía un buen rato, a pesar de que mi madre, disimuladamente, había retirado la botella del campo visual
de su sirvienta.
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