PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS"(50)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Sentados en el comedor aún
tuvimos que esperar unos minutos a que las tatas terminaran de acicalar al
abuelo. La estancia era la mejor conservada de la mansión. Disponía
de una mesa de grandes dimensiones, de un robusto aparador ochavado de tres
cuerpos y de una vitrina a juego, piezas fabricadas en roble de gran calidad,
que fueron adquiridas por el bisabuelo al habitar la casa. En un rincón,
haciendo chaflán, dos robustas palomillas sostenían un tablero triangular,
encima del cual resplandecía el altavoz de una gramola, junto a la que se
apilaban varios discos de vinilo. Las paredes estaban prácticamente desnudas, a
excepción de una Sagrada Cena y de un enorme calendario señalando el mes de
enero, como si se quisiera indicar que en esa casa el tiempo se había detenido
justo cuando falleció la
abuela. Del techo pendía una lámpara de ocho brazos, que
además de no guardar la equidistancia entre ellos, delataban la ausencia de
bastantes colgantes de cristal. Uno de los caprichos de mi antepasado fue
decorar el techo con pinturas ilustrativas de ninfas y bacantes que danzaban
entre hojas de vides y mil motivos alegóricos más relacionados con la vendimia,
que debió ser su obsesión cuando, después de comprar un buen numero de dehesas,
decidió adquirir cualquier majuelo que se pusiera a tiro, para ser digno hijo
de la comarca La Tierra
del Vino, que le vio nacer. Las ninfas semidesnudas se divertían jugando en un
corro que abarcaba el perímetro del techo, dejando en el centro espacio
suficiente para toda una constelación de estrellas. Dada la altura de la
habitación, no hubiera sido difícil imaginar que las estrellas formaban parte
del mismísimo cielo, si no fuera porque aquí y allá el estuco se había
desprendido, dejando al descubierto inexpresivas manchas blancas que rasgaban
las estrellas y mutilaban parcialmente la belleza de las sílfides.
A eso de las dos y media
apareció el abuelo en el quicio de la puerta. Los pellejos de su cuello, apenas rozaban
el de la camisa, y el maniquí de su esqueleto se hundía entre las hombreras del
traje gris de los domingos, que parecía dos tallas más grande, tal era la merma
en carnes que el enfermo había experimentado en los últimos tiempos.
Cargando el peso del cuerpo en
el bastón que empuñaba su mano izquierda, a duras penas levantó el brazo
derecho y, con voz entrecortada, discursó a modo de saludo:
―Señores: ¡esto es lo que hay!
¡Constantino González, quién te ha visto y quién te ve! ―hizo una pausa. Con la
salud que tenía hace unos años ¿quién me iba a decir a mí que acabaría siendo
un hombre agoterado, a punto de derribo?
―Tino, no se fatigue y siéntese
a comer ―dijo mi madre―. Lo que le conviene ahora es reponer fuerzas. La
familia estamos aquí para ayudarle. Comiendo cosas de gusto recobrará el
apetito y en poco tiempo se encontrará mejor.
―Gracias, hija, pero si comiera
algo, ¡no iríamos mal! Lo jodido es que junto a la Macrina se me han ido
también las ganas de comer y eso que la Petra se esfuerza en hacerme buenos guisos, pero,
apenas pruebo bocado, la comida me da en rostro y si acaso le cojo afición al
gallo en pepitoria, al poco rato me vienen las ganas y tengo que orinar; no
acabo el goteo y de seguida, llegan los escozores, así que cuando vuelvo a la
mesa a reemprender la tarea, para mí el gallo ha dejado de cantar.
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