domingo, 14 de octubre de 2018


PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS"(50)

CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Sentados en el comedor aún tuvimos que esperar unos minutos a que las tatas terminaran de acicalar al abuelo. La estancia era la mejor conservada de la mansión. Disponía de una mesa de grandes dimensiones, de un robusto aparador ochavado de tres cuerpos y de una vitrina a juego, piezas fabricadas en roble de gran calidad, que fueron adquiridas por el bisabuelo al habitar la casa. En un rincón, haciendo chaflán, dos robustas palomillas sostenían un tablero triangular, encima del cual resplandecía el altavoz de una gramola, junto a la que se apilaban varios discos de vinilo. Las paredes estaban prácticamente desnudas, a excepción de una Sagrada Cena y de un enorme calendario señalando el mes de enero, como si se quisiera indicar que en esa casa el tiempo se había detenido justo cuando falleció la abuela. Del techo pendía una lámpara de ocho brazos, que además de no guardar la equidistancia entre ellos, delataban la ausencia de bastantes colgantes de cristal. Uno de los caprichos de mi antepasado fue decorar el techo con pinturas ilustrativas de ninfas y bacantes que danzaban entre hojas de vides y mil motivos alegóricos más relacionados con la vendimia, que debió ser su obsesión cuando, después de comprar un buen numero de dehesas, decidió adquirir cualquier majuelo que se pusiera a tiro, para ser digno hijo de la comarca La Tierra del Vino, que le vio nacer. Las ninfas semidesnudas se divertían jugando en un corro que abarcaba el perímetro del techo, dejando en el centro espacio suficiente para toda una constelación de estrellas. Dada la altura de la habitación, no hubiera sido difícil imaginar que las estrellas formaban parte del mismísimo cielo, si no fuera porque aquí y allá el estuco se había desprendido, dejando al descubierto inexpresivas manchas blancas que rasgaban las estrellas y mutilaban parcialmente la belleza de las sílfides.
A eso de las dos y media apareció el abuelo en el quicio de la puerta. Los pellejos de su cuello, apenas rozaban el de la camisa, y el maniquí de su esqueleto se hundía entre las hombreras del traje gris de los domingos, que parecía dos tallas más grande, tal era la merma en carnes que el enfermo había experimentado en los últimos tiempos.
Cargando el peso del cuerpo en el bastón que empuñaba su mano izquierda, a duras penas levantó el brazo derecho y, con voz entrecortada, discursó a modo de saludo:
―Señores: ¡esto es lo que hay! ¡Constantino González, quién te ha visto y quién te ve! ―hizo una pausa. Con la salud que tenía hace unos años ¿quién me iba a decir a mí que acabaría siendo un hombre agoterado, a punto de derribo?
―Tino, no se fatigue y siéntese a comer ―dijo mi madre―. Lo que le conviene ahora es reponer fuerzas. La familia estamos aquí para ayudarle. Comiendo cosas de gusto recobrará el apetito y en poco tiempo se encontrará mejor.
―Gracias, hija, pero si comiera algo, ¡no iríamos mal! Lo jodido es que junto a la Macrina se me han ido también las ganas de comer y eso que la Petra se esfuerza en hacerme buenos guisos, pero, apenas pruebo bocado, la comida me da en rostro y si acaso le cojo afición al gallo en pepitoria, al poco rato me vienen las ganas y tengo que orinar; no acabo el goteo y de seguida, llegan los escozores, así que cuando vuelvo a la mesa a reemprender la tarea, para mí el gallo ha dejado de cantar.
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