Crónicas de mi Periódico 24 de enero de 2019
Los que soportamos en la mochila del tiempo unas
cuantas décadas vividas, nos hemos convertido, sin quererlo, en consumados
espectadores de cuanto sucede a nuestro alrededor. Las prisas por llegar a
tiempo para resolver cualquier cuestión se han ido sustituyendo por la
meditación, la contemplación y la inevitable comparación con tiempos
precedentes.
Nunca me ha gustado el dicho:"Cualquier tiempo
pasado fue mejor". Para mí, el mejor tiempo es el que vivo. Como dice
Pablo Milanés en su canción: "Yo no te pido"..." El pasado no lo
voy a negar y el futuro algún día llegará". Queriendo, pues, ser un hombre
de mi tiempo, me es inevitable no comparar los modos de vida pretéritos con los
actuales; en esta comparación, las relaciones sociales son tan diferentes que
inclinan la balanza de mis preferencias a situaciones pasadas. Por ejemplo, lo
que sucedía en nuestra vivienda habitual cuando cada quien conocía y saludaba a
todos los miembros que compartíamos un mismo número de portal. Entonces, los
vecinos formábamos parte de una pequeña comuna, que establecía lazos de
comunicación constantes. Cada uno sabía la vida y milagros de los demás
miembros y si existía algún problema común, se resolvía en pocos minutos en el
portal del inmueble, con los más mayores sentados en sus propias sillas.
Otro tanto se podía decir del comercio,
obligatoriamente, de proximidad. ¡Cuántos catarros no me habré curado con el
ungüento que me preparaba el farmacéutico de mi propia calle! Bastaba que horas
antes, mi madre le comentara: "Que el niño me tose, don Leonardo",
para que el boticario preparara en breve tiempo una fórmula magistral con la
que me embadurnaban el pecho. "En unos días no le bañe—recomendaba aquel
mago de las pócimas—, el efecto del mentol es progresivo".
¿Y qué decir de la compra de comestibles? Cruzabas
la calle y el tendero te proporcionaba todo aquello que tu madre te había
escrito en una hojita. Jamás llevabas dinero, pues el importe de la compra
quedaba anotado en un libro de tapas gruesas que, días más tarde, el propio
dueño de la tienda de ultramarinos se encargaba de tachar cuando alguno de tus
progenitores saldaba la deuda. La confianza y la absoluta seriedad eran la
característica de la transacción comercial.
Los nuevos tiempos nos han traído junto con el
innegable progreso, una deshumanización evidente. El pequeño comercio se las ve
y se las desea para poder competir con los monstruos que, apostados en el alfoz
de las ciudades, te ofrecen en una misma nave, productos tan dispares como
alimentos, ropa, electrodomésticos, libros, menaje de cocina, utensilios de
jardinería, etc., etc. Después de llenar el carrito con un surtido variado,
obedientes, hacemos cola para dejar menguada nuestra cuenta bancaria cuando
nuestra tarjeta de plástico queda apresada en la "bacaladera". Da
igual que nos corresponda la caja 6 o la 14, nunca repetirás con el mismo
empleado, ni llegarás a memorizar su nombre aunque lo lleve escrito sobre su
pecho.
Mientras tanto, el centro de las ciudades se va
vaciando de este comercio cercano y humano en el que saludábamos y nos
saludaban por nuestro nombre.
Mención aparte merece la atención en las oficinas
bancarias, que hacen ímprobos esfuerzos para que vayamos aprendiendo el
lenguaje de las máquinas robotizadas, guardando celosamente a sus empleados de
todo trato con la clientela. Será, tal vez, para que no te encariñes con ellos
y no sufras cuando en el próximo ERE, el empleado deje de pertenecer a la
Entidad. Los Bancos, ya se sabe, siempre miran por nuestro bien.
No es cierto que "cualquier tiempo pasado fue
mejor", pero, sin duda, era más humano.
Fotografía de Luis Ayuso
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