PASAJES DE "CÉCILE.
AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (53)
CAPÍTULO VII
La sanación
Tener que volver al Colegio puede ser muy
gratificante, pero sólo el primer día. Una vez que has saludado a tus
compañeros, colocado en el pupitre tus pertenencias y tomado contacto con las
canchas de deporte, sientes las nostalgias de los días pasados y te resulta
difícil soportar las monótonas charlas de negras sotanas coronadas por rostros
que pueden pasar horas y horas sin esbozar una sonrisa. ¿Hay que ser serio o
tener un carácter avinagrado para explicar Matemáticas? ¿Todos los profesores
de Biología padecen úlcera en algún tramo del tubo digestivo y por eso arrojan
con ira de su boca palabras como: cardias, píloro, duodeno... como si fueran
causantes de su malestar? De regreso a mi actividad estudiantil, solía
reflexionar sobre éstas y otras cuestiones en vez de estar atento a lo que el
profesor decía, hasta que el experto jesuita de turno acababa por descubrir
algo sospechoso en mi mirada, que le llevaba a interrumpir mis profundas
cavilaciones y de paso también su explicación, e interpelarme:
Tenía razón. Me había pillado en mi particular
universo y, aunque hacía propósito de retomar la explicación, de nuevo, las
musarañas, o mejor, una musarañita delicada y dulce llamada Cécile, aparecía
ante mí ocupando con sus ojos todo el encerado, sin percatarme de que el
jesuita se encontraba ahora cerca del luminoso ventanal, desde el que una voz
con puntero amenazante me volvía a sacar de mi estado contemplativo:
―¡Por el Amor de Dios, Álvaro! ¿Quiere usted
atender, de una vez?
Las risas de mis compañeros y un: “está
enamorado”, nítidamente emitido por algún “gracioso”, me advirtieron de que no
todos mis condiscípulos eran igual de prudentes que Daniel. Seguramente, mi
cuaderno de clase, en el que aparecía escrito, en todos los estilos
caligráficos, tamaños y colores posibles, el nombre de Cécile, había pasado de
mano en mano. La noticia de mi “enamoramiento” corrió como la pólvora,
propagándose rápidamente en mi Colegio, hasta alcanzar el cercano de las
Carmelitas y llegar al poco tiempo al de las Teresianas, donde estudiaba
Cécile.
Daniel, molesto porque en clase le llamaran “el
cuñado” cuando le veían junto a mí, me advirtió:
―Debes ser más discreto. A mí no me importa que me
llamen “cuñado”, pero piensa en mi hermana. No quiero que Cécile esté en boca
de nadie. A partir de ahora procuraremos no pasar tanto tiempo juntos.
Esta conversación supuso para mí un duro revés.
Pensar en el alejamiento del único amigo en que podía confiar, me angustiaba;
pero mucho más me importaba que su decisión espaciara las ocasiones en que
podía ver a Cécile.
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