SEGUNDAS OPORTUNIDADES

Cloti, su hermana mayor, no estaba muy de acuerdo
con que hubiera sido desalojada de la habitación que dejara libre su hermano
cuando decidió marcharse y tuviera que ocupar su antiguo alojamiento, de
menores dimensiones y Suan, la pequeña, le observaba con la incredulidad de
quien le cuesta reconocer en un joven barbudo, a su propio hermano. Hasta Miki,
una preciosa gata de angora, eludía dejarse acariciar por un desconocido.
Tener que estudiar Ciencias Exactas, cuando su
afición se centraba en dibujar arquetipos de esculturas griegas y romanas,
plasmar en acuarela el bello colorido de un atardecer o, simplemente, trazar en
carboncillo la imagen de una ciudad en ebullición, fue una dura prueba que Miguel
no pudo superar. En un principio, decidió acatar la decisión paterna después de
meses de enfrentamiento en los que se hartó de escuchar: "Del Arte, jamás
se vive", y se matriculó en aquella odiosa carrera de "porvenir".
Acceder al emblemático edificio de la Facultad le producía náuseas. Dos meses
fueron más que suficientes para constatar que aquello no iba con él. Los folios
emborrados con formas de retratos inacabados de compañeros, era lo que llevaba
a casa tras la escucha en la Facultad de "Retículos y álgebras de
Boole" y de una pavorosa lista de Teoremas. Eso originaba, por la estrecha
vigilancia al que le sometían sus padres, discusiones diarias que cesaron
cuando Miguel decidió marcharse a Madrid sin previo aviso, si bien tranquilizó
a sus progenitores, dejando en la mesita de noche, una nota explicativa.
En poco tiempo, conoció los pasillos de todas las
estaciones de "Metro", supo lo que era vivir en libertad y el alto
precio a pagar. Deambuló por infinidad de calles, visitó iglesias para poder
entrar en calor, confraternizó con la bohemia madrileña e incluso se permitió
el lujo de enamorarse de una joven que soñaba con llegar a ser bailarina del
Bolshòi y escuchar junto a ella la melodía de sus tripas vacías. Teniendo en la
intemperie una competencia brutal, raro era el día en que podía permitirse el
lujo de pagar una cama en una mugrienta pensión de sábanas oscuras. Desesperado,
buscó de mil maneras la forma de compatibilizar su vocación con otras
actividades que le aportaran un mínimo para poder sobrevivir: descargó camiones
de fruta en el Mercado Central, actuó de titiritero en más de una ocasión,
fingió estar ciego y pidió limosna en San Ginés, comprobando que toda actividad
acarrea riesgos como en esta última en la que pudo perder realmente la visión,
vapuleado por la mafia que controlaba los puestos de mendicidad.
Como en la parábola del Hijo Pródigo, se acordó del
calor de su hogar, de la comida que nunca le faltaba y del cariño que recibía
en familia y tras meditarlo largamente, comiéndose el orgullo, inició,
finalmente, el camino de regreso a casa.
Aunque fue recibido con alegría, su padre distaba
mucho de ser el amoroso Padre del Evangelio y tras un breve periodo de
recuperación, le planteó la necesidad de estudiar si quería seguir gozando de
los beneficios familiares. "Te doy una semana para que te lo
pienses—aseveró—. O estudias como tus hermanas y te haces un hombre de provecho
o dejarás de comer de mi sueldo".
Nuestro protagonista pasó unos días de intensa
angustia con un dilema a resolver: o entraba por el aro de las exigencias
paternas, con renuncia expresa a su vocación o volvía a intentar convertir sus
sueños en realidad.
Cuando el séptimo día amanecía, seguía dudando qué
camino elegir...
Siempre el camino del corazón, aunque buena parte del tiempo realices trabajos para subsistir. Nunca mates tus sueños.
ResponderEliminarSabio consejo, María José. Procuraré no matar nunca mis sueños acordándome de lo que me has escrito. Feliz noche, a ser posible con muchos sueños. Abrazos.
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