jueves, 30 de mayo de 2019


PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (57)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

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La leche invitaba a la degustación; tenía tanta nata que retirándola con una cucharilla la coloqué encima de una de las magdalenas, jugando a imaginarme a Cristina vestida de novia. «¡Qué guapa estás!» ―pensé inconscientemente―. «¡Estás para comerte!» ―pensé con todo mi ser―, y allí mismo me convertí en un incruento caníbal al engullirme tres «Cristinas» con el hambre propio de mi edad.
La leche no se parecía en nada a la que puntualmente, cada mañana, Julián el lechero, con su jumento y su tartana, nos llevaba a nuestra casa de la calle del Regalado.
Más de una vez, cuando tata Lola observaba al hervirla que sólo una débil telilla ascendía en el cuece leches, le faltaba tiempo para recriminarle al día siguiente:
 ―Julián, otra vez te han visto «bautizando» las garrafas en el Caño Argales.
 A lo que Julián respondía con una pícara sonrisa:
―Allí enjuago las garrafas después del reparto; sólo las enjuago.
No tardaron en bajar a desayunar mis padres, un tanto cariacontecidos. Por su aspecto deduje que se encontraban contrariados, sobre todo mi padre, que al tiempo que untaba con mantequilla unas rebanadas de pan, dirigiéndose a Petra, le ordenó:
―Tienes que hablar cuanto antes con un carpintero. A pesar de haberlo intentado esta noche varias veces, me ha sido imposible cerrar por completo la puerta de nuestra habitación, y como puedes comprender, ¡así no hay quien tenga intimidad!
―No creo que el carpintero quiera hacerse cargo de estas pequeñeces ―respondió Petra―; se lo diré a Cosme, el de «la mueva no se mesa»: es un chico que entiende de todo.
―Díselo a quien quieras, pero la puerta tiene que estar arreglada al mediodía ―concluyó mi padre, con la autoridad de un Mariscal de Campo, mientras mi madre, mirándole de soslayo, no comprendía las urgencias de su marido.
En el pueblo, raro era el individuo o la familia que no tuviera mote o apodo. Unos se lo habían ganado a pulso personalmente, como el «mecagüen» de mi tío Mariano; otros, como nuestro «mulero», eran herencia de los antepasados, pero nunca había oído un mote tan largo como el de «la mueva no se mesa» que ostentaba el arregla todo del pueblo. No le sorprendió a Petra que, curioso, preguntara sobre el origen de tan singular apodo, y la mujer, sin dejar su tarea en el fregadero, accedió a contarnos la historia, esta vez sonriendo.
―Fue hace tan solo unos años ―comenzó a decir―, cuando Cosme se encontraba en el bar intentando arreglar la cojera de una mesa y se le ocurrió decir: «con un pequeño calzo en esta pata conseguiré que la mueva no se mesa» y aunque al darse cuenta del yerro, inmediatamente se desdijo aclarando «quise decir, para que la mesa no se mueva»; fue demasiado tarde, porque las carcajadas de los que miraban atrajeron la atención del resto de la clientela, que sin ponerse de acuerdo, entre risas y aspavientos, celebraron allí mismo el segundo bautizo de Cosme. «Asín» son las cosas en los pueblos ―prosiguió Petra―; yo misma soy Petra, la Tunanta, porque siendo muy niña, un domingo que me encontraba jugando en la calle, mi madre, asomándose a la ventana, me gritó: «Petra, no seas tunanta y ven a peinarte, que ya han dado las todas y llegamos tarde a misa». A Mercedes, la Busca novios, que pasaba por allí toda emperifollada, le faltó tiempo para contar la anécdota y hacerme de por vida la puñeta. ¡La muy pelleja…!
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Fotografía de Juli Garrido Velasco




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