jueves, 23 de abril de 2020



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (67)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

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―¡«Mecagüen»… las mujeres y quien las inventó! No valéis más que para cabrear a los hombres ―dijo mi tío, sentándose por fin en el banco. Luego, como si la discusión, por ser habitual en esa casa, no le hubiera afectado, dijo entre dientes, cambiando el tono de voz―: Vamos a ver cómo está el arroz.
Apenas se llevó la comida a la boca, le faltó tiempo para soltar el consabido exabrupto:
―¡«Mecagüen»… el cardenal Cisneros, patrón de los cocineros! ¡Vaya mierda de arroz! ¡Toda la mañana para hacer esta porquería! ―dijo Mariano, levantándose del banco―. ¿Ves por qué voy al bar? ―preguntó a Lucía―. Así, por lo menos vengo bebido, aunque nunca me acueste comido.
―¿Qué me dices de comer y beber? Tonto el haba. No comes porque tienes el estómago llenito de alcohol ―sentenció Lucía, mientras Mariano enfilaba el pasillo con intención de acostarse.
Cuando los tres nos quedamos solos, Lucía, rompió a llorar. Entre los sollozos, oí mil y una quejas: «Así, así desde que nos casamos», «el muy bandido, no para de beber», «le destetaron con vino», «¡las noches que me da!», «si hubiera hecho caso a mi madre…», «nunca he tenido juventud».
Con los restos de arroz ya totalmente a merced de las moscas y Lucía llorando a moco tendido, me di cuenta de que la cara de Jeremías delataba una profunda tristeza. No pronunció palabra durante el rato que su madre lloraba y gemía, pero aprovechó el momento en que ésta se levantó para apagar la lumbre, para indicarme con la cabeza que nos íbamos.
Ya en la calle, anduve tras él como un perrillo, bajo el implacable sol de julio. Mi primo caminaba en silencio, pero con paso firme, seguro de a dónde quería ir. Con las calles desiertas, nadie fue testigo de las convulsas patadas que Jeremías propinaba a cualquier papel o canto que se le ponía por delante. Cuando enfiló la carretera, en dirección a los lavaderos, supe que buscaba el consuelo del arrullo del regato. Apenas rebasamos la iglesia, la pradera todavía no agostada se ofrecía ante nuestra mirada como una madre cálida y acogedora. Cerca de los chopos que la bordeaban, buscando la sombra, nos tendimos en la hierba, panza arriba; al principio en silencio, hasta que, de repente, Jeremías, entre sollozos y sonidos guturales, comenzó a agitar brazos y piernas, girándose sobre sí mismo, en una danza casi epiléptica, mientras se desahogaba de la carga interior que le angustiaba.
―Dios para mí no existe ―decía―, si no, no me hubiera dado unos padres tan pobres y tan mal avenidos. Dios no existe ―repetía―; no hay un solo día en que no discutan. Ni un solo día en que mi padre no venga borracho. Ni un maldito día en que me concedan alguna caricia o se rían de lo que les digo. Nunca estreno nada, nunca tengo un regalo, ni siquiera en mi cumpleaños: esa fecha no existe en el calendario. Me siento triste y desamparado. ¿Cuánto tiempo podré aguantar así?
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Fotografía del autor.

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