EN EL MADRID DE LOS 60 (II)
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Pecosa, bajita, delgada, de ojos claros, Josefina,
era una antigua compañera de mi segunda etapa en la Facultad de Filosofía y
Letras, a la que perdí la pista al año siguiente de conocerla, cuando a su
padre, un militar de alta graduación, le destinaron al Ministerio de Defensa en
la capital de España. Como un desafío, me esforcé en conseguir su número de
teléfono para tener, egoístamente, un asidero con el que pudiera combatir la
soledad. De apellido poco corriente, y gracias a que aún conservaba una tarjeta
que debió ofrecerme en alguna ocasión que no recordaba, no me resultó
complicado contactar con ella en Madrid, buscándola en el listín de teléfonos,
aunque antes de conseguirlo, hubiera de molestar a dos o tres de sus parientes.
Ella, no había olvidado la delgadez de mi rostro, la melena y la barba de "métèque" con las que
trataba de diferenciarme del resto de mis compañeros. Al menos, así me lo
confesó mirándome a los ojos, mientras los suyos se nublaban con un perceptible
velo de agua. Tierna, afable, tolerante y en cierto modo atractiva, nunca su
disposición innata a complacerme despertó en mí un sincero deseo de amarla.
Josefina, como las ramas de los árboles del Retiro, se balanceaba a impulsos
del viento de mi voz. Siempre que la llamaba, acudía; en los momentos
difíciles, me consolaba; tomábamos café, cuando yo se lo proponía y,
generalmente, permanecía callada cuando le hablaba de aquello que me urgía,
aunque en ese momento su pensamiento, tal vez estuviera lejos de sus intereses.
Cuando había terminado de explayarme, asentía y me reconfortaba con acogedoras
palabras, dándome la razón.
En nuestros comienzos de mutuo acompañamiento,
Josefina, era el lazarillo que me mostraba lo que, a su juicio, era lo más
interesante que se podía ver en Madrid. Visitamos todos los Museos que uno
pueda imaginarse, todas las Bibliotecas, todos los edificios nobles y numerosas
iglesias, algunas hasta tres veces, como la de San Fermín de los Navarros porque,
según me confesó, era ideal para contraer allí matrimonio. No obstante, para mí
el gran descubrimiento fue conocer el Madrid de los Austrias. Este sería, a partir de entonces, el lugar en donde terminábamos casi todos los
días, los recorridos didácticos. Por iniciativa mía, nos refugiábamos en alguna
de las numerosas tascas de la zona y al amparo de un porrón de clarete y de
unos cacahuetes, charlábamos de temas intranscendentes, aunque notara con el
transcurso de los días, cómo su asiento se fuera aproximando al mío, tratando
de acortar distancias y hacer más intima la conversación. Entonces, para salvar
la situación, me llevaba el porrón a la boca mientras le decía: "Por
favor, apártate, Josefina, no te vaya a salpicar, que las manchas de vino se
quitan muy mal" . La muchacha se separaba de mí con un mohín de desencanto
y yo, con el gaznate remojado, suspiraba aliviado.
Al despedirnos, era ella la que posaba sus labios
sobre mi cara y me recordaba que no dejara pasar mucho tiempo, antes de
llamarla de nuevo; recomendación que no atendía.
Cuando
estaban a punto de consumirse mis escasos ahorros, me di cuenta de lo
importante que era asegurarse la subsistencia por muy poeta que fueras y antes
de que la patrona me diera un aviso de pago, me anuncié como profesor
licenciado en Filología Hispánica. Tapias y
farolas de mi barrio dieron fe de mi proclama a la que acudieron dos
adolescentes reñidos con el habla de Cervantes. Gracias a ellos, tuve la
oportunidad de poder componer poesía sin tener el estómago vacío y también de
poder dormir bajo techo aunque la cama gimiera a cada cambio de posición.
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