EN EL MADRID DE LOS 60 (I)
En el año en que concluí mis estudios, después de un
tórrido verano de piscina y de lecturas poéticas, decidí trasladarme a Madrid.
Lo hice, porque quería vivir de cerca el latir de su actividad literaria,
relacionándome con gentes de ese mundillo de medio chiflados que somos los
poetas y, sobre todo, dispuesto a probarme como tal y triunfar demostrando mi
valía. La capital me recibió con unas espectaculares tardes otoñales en la que
cabían todos los dorados y ocres que es posible encontrar en la paleta del
mejor pintor. Para saborear tanta belleza plástica, recorría a grandes zancadas
el trayecto que separaba mi pensión, en el barrio de Argüelles, hasta el Parque
del Retiro; sin duda, el lugar más romántico e inspirador de toda la ciudad.
Allí, a paso lento, abocetaba un poemario desgarrado y juvenil como mi propia
vida. No me cansaba de recorrerlo de un lado al otro, perdido entre la fronda,
con la mirada alta, buscando desesperadamente el cielo, que se recortaba entre
las hojas moribundas. Veía a las ramas balancearse al compás de una ligera
brisa, despidiéndose con sutil delicadeza de aquella naturaleza que planeaba en
vuelo mortal, abatida tras haber cumplido su ciclo vital. Al final—filosofaba—,
todo llega a término, transformándose en desecho a eliminar. Lo que un día
fuera esperanza de verdor primaveral y plenitud de savia, rodaba ahora por el
suelo, convertida en ajada decrepitud, para transformarse en humilde mantillo.
¡La vida misma!
Mi angustia existencial se manifestaba íntimamente,
meditando estos pensamientos, mientras trataba de aprehender toda la belleza
que podía contemplar con la única finalidad de convertirla en poesía; una
poesía que habría de conmover al mundo sensible, ese que debía existir en algún
lugar de la gran urbe, alejado del materialismo imperante, del ruido
enloquecedor del discurrir motorizado y del afán desmedido de algunos por
descollar sobre los demás, con la única pretensión de dominarlos.
Josefina me acompañaba en alguna de esas tardes
doradas, en las que su presencia aportaba poco a mi espíritu, como no fuera la
de su conversación, de dulce dicción y opinión contenida, que expresaba
tímidamente su parecer, manteniendo siempre la preocupación de no herir mis
sentimientos, pues dejaba entrever una cierta admiración hacia mi pensamiento
un tanto bohemio o quizás, vaya usted a saber, sobre el aspecto descuidado de
extravagante vestimenta con la que deseaba realzar el romanticismo que me
envolvía.
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