domingo, 26 de abril de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (III)





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A la luz de un flexo, componía en el silencio de la noche. Más de una vez me acordé de Don Julián, y de sus consejos: "Si quieres triunfar como poeta, expresa en verso tu lirismo interior, pero si quieres vivir ejerciendo de poeta, has de seguir las normas y el estilo imperante". Y el estilo imperante, el que leía en la prensa literaria, se basaba en  versos de métrica bien definida con rima consonante o asonante. Tan sólo los poetas consagrados se permitían licencias de todo tipo, incluidas las ortográficas como hacía Juan Ramón Jiménez que escribía "jeneral" en vez de general, pero ese no era mi caso. Yo era, simplemente, un joven poeta que necesitaba por todos los medios que mi poesía fuera conocida y eso requería que algún Director de periódico supiera captar todo el sentimiento y la pureza que atesoraban mis versos, cuestión harto difícil siendo un auténtico desconocido y era por eso por lo que invocaba a todas las musas del universo inspiración y originalidad a fin de destacar entre lo que consideraba "mediocridad del poeta sumiso".

Los poemas de amor siempre gozaron de mi predilección y además, solían ser los de mayor aceptación; prueba de esto era, que por algunos de ellos recibí, tiempo atrás,  pequeños reconocimientos. Como necesita una mujer que me inspirara y Josefina, no reunía esa condición, elevé a la categoría de musa a una tal Roberta, una jovencita que servía dos pisos más abajo de mi pensión. Sabía de ella, porque anunciaba su presencia tatareando canciones de Sarita Montiel mientras colgaba la ropa en el tendedero. Yo me asomaba y contemplaba desde un plano superior, su pelo ondulado y su generosa anatomía, que parecía querer escaparse por el pecho cuando intentaba pinzar la ropa. Para mí, más que suficiente. Roberta, convertida en mi Dulcinea, por el poder de la imaginación, me serviría como destino de mis versos rimados. Pensando en ella, compuse, entre otros, estos tercetos encadenados rematados con un serventesio:

Como un halcón que desde el cielo otea,
contemplo con pasión tu lindo talle
sinfonía de amor, una corchea

haciendo que al sonar, el mundo calle.
Cuando elevas la vista, dulce Berta,
siento el amanecer donde me halle

aunque aseguro, de manera cierta,
quedar de resplandores tan cegado,
que al no dar con la llave ni la puerta

por la que entrar al corazón amado.
me quedo sin gozar tu compañía
¡ilusa realidad lo suspirado!

Si pudiera besarte, amada mía,
y al fundirse dos almas fueran una
serías de mi vida la alegría,
tenerte entre mis brazos, ¡la fortuna!

Cuando concluí el poema, lo guardé como el que amontona en el trastero un objeto inútil. Eran unos versos sin gracia, de rima forzada, parecían copiados de un autor clásico y carecían de la pasión que precisan aquellos que son inspirados, esos que mueven a la ensoñación con tan solo pasar una sola vez la vista sobre ellos. De una cosa estaba convencido y era de que a partir de ese instante compondría desde lo más hondo del corazón y no de los condicionamientos que me impusiera la moda, la sociedad o los Concursos Literarios. Por tanto, me hice el firme propósito de combatir las penurias económicas de la mejor forma posible, pero sin que ello supusiera ningún tipo de sometimiento al gusto ajeno.
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