EN EL MADRID DE LOS 60 (III)
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A la luz de un flexo, componía en el silencio de la
noche. Más de una vez me acordé de Don Julián, y de sus consejos: "Si
quieres triunfar como poeta, expresa en verso tu lirismo interior, pero si
quieres vivir ejerciendo de poeta, has de seguir las normas y el estilo
imperante". Y el estilo imperante, el que leía en la prensa literaria, se
basaba en versos de métrica bien
definida con rima consonante o asonante. Tan sólo los poetas consagrados se
permitían licencias de todo tipo, incluidas las ortográficas como hacía Juan
Ramón Jiménez que escribía "jeneral" en vez de general, pero ese no
era mi caso. Yo era, simplemente, un joven poeta que necesitaba por todos los
medios que mi poesía fuera conocida y eso requería que algún Director de
periódico supiera captar todo el sentimiento y la pureza que atesoraban mis
versos, cuestión harto difícil siendo un auténtico desconocido y era por eso
por lo que invocaba a todas las musas del universo inspiración y originalidad a
fin de destacar entre lo que consideraba "mediocridad del poeta
sumiso".
Los poemas de amor siempre gozaron de mi
predilección y además, solían ser los de mayor aceptación; prueba de esto era,
que por algunos de ellos recibí, tiempo atrás,
pequeños reconocimientos. Como necesita una mujer que me inspirara y
Josefina, no reunía esa condición, elevé a la categoría de musa a una tal
Roberta, una jovencita que servía dos pisos más abajo de mi pensión. Sabía de
ella, porque anunciaba su presencia tatareando canciones de Sarita Montiel
mientras colgaba la ropa en el tendedero. Yo me asomaba y contemplaba desde un
plano superior, su pelo ondulado y su generosa anatomía, que parecía querer
escaparse por el pecho cuando intentaba pinzar la ropa. Para mí, más que
suficiente. Roberta, convertida en mi Dulcinea, por el poder de la imaginación,
me serviría como destino de mis versos rimados. Pensando en ella, compuse,
entre otros, estos tercetos encadenados rematados con un serventesio:
Como
un halcón que desde el cielo otea,
contemplo
con pasión tu lindo talle
sinfonía
de amor, una corchea
haciendo
que al sonar, el mundo calle.
Cuando
elevas la vista, dulce Berta,
siento
el amanecer donde me halle
aunque
aseguro, de manera cierta,
quedar
de resplandores tan cegado,
que
al no dar con la llave ni la puerta
por
la que entrar al corazón amado.
me
quedo sin gozar tu compañía
¡ilusa
realidad lo suspirado!
Si
pudiera besarte, amada mía,
y
al fundirse dos almas fueran una
serías
de mi vida la alegría,
tenerte
entre mis brazos, ¡la fortuna!
Cuando concluí el poema, lo guardé como el que
amontona en el trastero un objeto inútil. Eran unos versos sin gracia, de rima
forzada, parecían copiados de un autor clásico y carecían de la pasión que precisan
aquellos que son inspirados, esos que mueven a la ensoñación con tan solo pasar
una sola vez la vista sobre ellos. De una cosa estaba convencido y era de que a
partir de ese instante compondría desde lo más hondo del corazón y no de los
condicionamientos que me impusiera la moda, la sociedad o los Concursos
Literarios. Por tanto, me hice el firme propósito de combatir las penurias
económicas de la mejor forma posible, pero sin que ello supusiera ningún tipo
de sometimiento al gusto ajeno.
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