jueves, 13 de agosto de 2020

 PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (70)

CAPÍTULO V

El  tío Caparras

Se conoce que, aprovechando la confesión, mi madre tuvo ocasión de sincerarse con don Matías, y seguramente no sólo de sus inquietudes espirituales, sino también de lo que en esos momentos la preocupaba sobremanera, que no era otra cosa que el lamentable estado de salud de su suegro y la soledad que le aguardaba en cuanto terminara el verano. Por otra parte, como buena creyente, sentía que en el último tramo de su vida, el abuelo necesitaba consuelo espiritual y alguien dotado de autoridad, como don Matías, que le fuera acercando paulatinamente a la práctica sacramental, que el anciano había abandonado desde la juventud. Cierto era que, tiempo atrás, sobre todo en fiestas, el abuelo asistía a misa e incluso arropaba con su presencia, junto a las fuerzas vivas del pueblo, las procesiones de san Isidro, san Antonio y santo Domingo de Guzmán, pero allí terminaba todo su fervor religioso. En alguna ocasión comentó entre sus allegados: «Como castellano viejo, creo en Dios, pero ya es mala suerte que haya que oír misa los domingos y festivos, justo cuando tengo que ir de caza».

Para don Matías, la salvación de mi abuelo fue a partir de entonces un acicate más, una prueba a superar en su incontenible celo de agregar almas a las que librar de las voraces llamas del infierno, y con tal fin pensó poner en práctica alguna estrategia de acercamiento, de la que obtener finalmente la total conversión del enfermo.

Para ello abordó a Petra tras el rosario de la tarde y le preguntó, discretamente, en qué momento «su señorito» se encontraba más despierto y relajado, y como le respondiera que después del desayuno era la mejor hora, le recomendó que en los siguientes días procurara que el anciano estuviera solo en el comedor, y que cuando llegara él, antes del mediodía, una vez iniciada la conversación nadie de la casa les interrumpiera.

Una mañana, después de decir misa y de que su sacristán, Pedro, el Repiques, hubiera cerrado la iglesia, don Matías se sentó en el tocón de un chopo que flanqueaba la carretera, abrió su breviario y meditó sobre el pasaje en que Zaqueo, subido a un árbol, siente curiosidad por ver al Señor, y cómo el propio Zaqueo se sorprende enormemente al oír del Maestro: «Hoy quiero hospedarme en tu casa». Ciertamente, la situación que don Matías imaginaba no era la misma, porque don Constantino no había pedido, ni tenía la menor idea de que ningún representante del mismo Jesús le visitara, pero el sacerdote estaba seguro de que por su mediación el enfermo oiría en su interior: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa, pues el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido», y sintió él mismo un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, reafirmándole una vez más que su vocación sacerdotal era la razón de ser de su existencia.

     

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