domingo, 9 de agosto de 2020

 

PARÍS. OH, LÀ LÀ!  (7)

 

 

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Enseguida me di cuenta que tres seríamos multitud en aquel apartamento y como si hubiera sido un pensamiento ocurrente, aproveché para decir a Jeremías que me era urgente encontrar un lugar en el que vivir y las características que debería reunir.   

—Ahora que lo pienso, te recuerdo que hemos de buscar alguna pensión para mí—dije—. Pretendo que sea un lugar céntrico, aunque resulte caro.  He de regresar antes de junio y con el dinero de que dispongo y el que obtenga con algún trabajito pienso que pueda cubrir mis necesidades hasta esa fecha.

—¿Lo de vivir en el Centro es un capricho? Porque te va a suponer un pastón.

—Es casi una necesidad. Si aspiro a ser un poeta de prestigio, relacionarme con gente de cierta posición social es casi una necesidad y ello no sería posible viviendo alejado de donde la ciudad bulle.

—Como quieras, Álvaro. Haré lo posible para encontrarte alojamiento y trabajo. Para esto último, sin conocer el idioma, a lo más que puedes aspirar es a fregar platos. Tienes suerte de que me manejo medianamente bien en este mundillo y creo no tener dificultad para recomendarte en algún sitio. Debido a lo mal que pagan y a lo mucho que se trabaja, hay mucha rotación del personal.

Como mi primo esperaba el sábado gozar de la compañía de Florence, dio prioridad al asunto de mi alojamiento; problema que resolvió al día siguiente, acomodándome en casa de madame Claudine, una anciana a la que conocía por ser la viuda de un violinista que, en vida, conoció en calidad de cliente y que vivía a doscientos metros de la Rue Royale . De ella sabía que después de enviudar, complementaba su baja pensión admitiendo huéspedes de manera discreta. La mujer, a pesar de la edad, desprendía glamour por los cuatro costados. Nos recibió con un tocado en la cabeza y una cinta negra alrededor del cuello con la que intentaba disimular la flacidez del mismo. Ambos aditamentos parecía formar un todo con su propia anatomía. No puso reparos a mi presencia, aunque para asegurarse la misma, me exigió un mes por adelantado y me advirtió que para conservar la buena reputación de la que gozaba entre el vecindario, las doce de la noche era la hora más tardía a la que podría presentarme si quería dormir en su casa.

Un poco más costoso fue para Jeremías encontrarme  trabajo. Mi escaso conocimiento del francés me impedía poder entablar una conversación fluida y esto en hostelería resultaba una dificultad insalvable. El asunto se solucionó cuando Jeremías se relacionó con monsieur Albert, un orondo propietario de un restaurante de comida preparada, especial para turistas, que necesitaba mano de obra no cualificada. Me llevó a la cocina en donde trabajan un turco y un armenio, me mostró el fregadero y una escoba, diciéndome entre carcajadas: “Avec ces outils tu n'auras besoin de causer”.

Acuciado por la necesidad, no tenía más remedio que llevar una doble vida. Seis días a la semana ejercía como un humilde empleado, una especie de “chico para todo”, en las que mis manos pasaban del estropajo a la escoba y de esta a la bayeta o al plumero, según fueran las necesidades del establecimiento. Cuando concluía mi agotadora jornada laboral en el establecimiento ubicado en el barrio Latino, regresaba en Metro hasta las proximidades de la Place Vendôme y desde allí caminaba a mi céntrico hospedaje de madame Claudine. Después de una ducha, en mi cuarto-cuchitril escribía hasta que el sueño me rendía o hasta que mi encantadora anfitriona golpeando suavemente la puerta con los nudillos, me daba las buenas noches con un invariable, “À demain, fais de beaux rêves”. 

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