PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (72)
CAPÍTULO X
La Ambición
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El discurso debió de dejar agotado a don Julián, que volviendo a su
postura inicial, llenó repetidamente sus pulmones con el veneno del humo de su
habano, que para él suponía aspirar vida, y me invitó cortésmente a que le
dejara en la soledad de su estancia. Lo que me acababa de comunicar debía
pertenecer a su “yo” más íntimo. Era prueba evidente del aprecio que sentía por
mí, y por su respiración agitada noté que para él no había resultado fácil
comunicármelo.
―Por hoy ya es suficiente. En otra ocasión continuaremos hablando del
tema. Asimila lo que te he dicho y comienza desde hoy mismo tu nueva andadura
poética. ¡Suerte! ―me dijo, dándome una cariñosa palmadita en la espalda.
Ya en la calle, aspiré con fruición el aire primaveral y me senté en un
banco frente al edificio de Correos. Allí me pregunté la extraña coincidencia
existente entre madame Stéphanie y don Julián. Además de haberme citado
expresamente a santo Tomás, en su conocido “de lo sencillo a lo complicado”,
ambos me presentaban modelos a seguir, tanto en el mundo de la literatura como
en el de la música, que eran “el ayer”, y otros más cercanos, que eran “el
hoy”, y me citaban, como medio para poder superarme en la tarea diaria, la
palabra “evolución”. Este vocablo, que hasta la fecha sólo conocía de mis
clases de Biología, atribuido a Darwin en su teoría sobre las variaciones
anatómicas de las especies, venía a ser ahora la clave para que mi mente fuera
pasando desde estadios primitivos a otros más complejos. Y comprendí en aquel
instante por qué mis gustos habían cambiado desde los anteriores de niño a los
actuales de adolescente, y también explicaba que mis primeros poemas me
parecieran ahora un tanto pueriles. La evolución era la clave por la que un día
me fijé en Cécile, y la razón por la que cada instante que pasaba me sentía más
atraído por ella, y seguramente también, la evolución jugaría un papel
importante en el futuro desarrollo de mi devenir como poeta.
Una duda, sin embargo, estremeció mi cuerpo cuando reanudé mi marcha,
camino de casa. ¿Sabría mi mente evolucionar para admitir que, con el tiempo,
Cécile no fuera tan sugerentemente atractiva? ¿Llegaría a amarla con tanta
intensidad cuando su cuerpo fuera semejante al de las ancianas del asilo? Estas
dudas existenciales no me dejaron conciliar el sueño aquella noche y me hice el
propósito de preguntárselo a don Julián en cuanto tuviera ocasión. La evolución
de la mente me parecía totalmente necesaria, pero la evolución del cuerpo,
hasta alcanzar la decrepitud y la muerte, se me antojaba un castigo demasiado
cruel, imaginando el ocaso de la belleza de mi amada.
Fotografía de Óscar Ibañez Fernández.
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