HISTORIAS DEL AYER
El tiempo juega a favor de la memoria. La endulza, eliminando las múltiples aristas que
hicieron que, en su momento, los hechos no sucedieran de modo tan plácido como
ahora los recordamos.
Flor era mi vecina del tercero. Me parecía toda una
señora de edad cuando, seguramente, no habría alcanzado los cuarenta, pero para
un niño de seis años esa es la impresión que dejó en mi intelecto. Siempre
arreglada y pulcra, subía las escaleras acariciando el pasamanos, mientras la
madera de la casa de finales del XIX, en que vivíamos, crujía armónicamente
respondiendo a sus pisadas. Para todo el vecindario, la señorita Flor era una
dama distinguida que sabía mantener a buen recaudo su trabajo, sus aficiones y
sus amores. Algunos la habían visto salir de unas oficinas militares, lo que
podía explicar, en aquellos convulsos años cincuenta, un nivel adquisitivo
superior al de sus vecinos de escalera, concretado en una exquisita vestimenta
y ese rastro de delicado perfume con el
que aromatizaba las entradas y salidas de nuestro portal.
Esta misteriosa señora debió de sentir alguna
predilección por mis rizos rubios y mi frágil aspecto y un buen día pidió
permiso a mis padres para que subiera a hacerle compañía. "No sé cuánto
tiempo aguantará—apostilló mi, madre—. Es un niño inquieto y revoltoso".
Flor me tomó de la mano y me introdujo en un piso abuhardillado en que el que,
sin grandes lujos, todo rezumaba limpieza. Después cambiarse de ropa en una alcoba,
apareció ante mí con una ceñida bata de seda y unas zapatillas a juego adornadas
con unos graciosos pompones, Después, colocó un vinilo sobre el reluciente
gramófono y una música atronadora invadió el espacio."No te tapes los
oídos—me dijo con cariño—estás escuchando a Beethoven; Beethoven es lo más.
Quien no ha escuchado a este compositor no puede hacerse una idea de lo que
será vivir en el Paraíso". Pretextando un inexistente dolor de barriga,
bajé corriendo las escaleras hasta alcanzar mi piso. Estaba asustado,
siéndome imposible recordar el nombre de aquel músico de sonidos estridentes.
"Hoy vas a escuchar sonidos más suaves"—me
dijo al día siguiente. Fue la primera vez que la señorita Flor supo captar mi
atención, bailando con una imaginaria pareja, valses de Johann
Strauss."Viena es una ciudad encantadora—me decía—Cuando seas mayor tienes
que conocer Viena, si quieres saber qué es una ciudad de ensueño".
En días sucesivos era yo quien la esperaba a su
vuelta del trabajo o quien subía a su casa sin previo aviso. Siempre se sentía
feliz con mi compañía y siempre me deleitaba con música clásica acompañando las
audiciones con pedagógicas y amenas charlas que se interrumpían cuando
escuchábamos tres golpes y repique procedentes del llamador del portal.
"Tienes que marcharte, cariño mío, un señor
viene a buscarme". Nunca llegué a saber el nombre de ese "señor"
al que llegué a aborrecer por interrumpir momentos en los que me sentía feliz,
y al que más tarde llegaría a odiar, cuando la señorita Flor, con el halo de
misterio que la acompañaba siempre, se mudó a un lugar desconocido, dejándome
como recuerdo un vinilo que contenía la música de la Marcha Radetzky.
Ahora, cuando la interpretan (generalmente al
comenzar el año), siguiendo el compás, aplaudo con fuerza por mi querida
señorita Flor que, desde el Cielo, se sentirá feliz por haberme iniciado a
soñar, escuchando Música Clásica.
Fotografía de David Dubnistkiy.
Marcha Radetzky : https://youtu.be/8xf2yK6mn14
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