PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (92)
El cursillo de verano
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Por expreso deseo de mi madre,
casi siempre merendábamos en casa del abuelo. A ella le preocupaba la
deficiente y monótona alimentación de Jeremías, y estaba convencida de que
proporcionándole hidratos de carbono y proteínas a destajo, podría engrosar su
escuálida figura. La invitación era un ejercicio de estudiada delicadeza, pues
trataba por todos los medios no herir el orgullo de su sobrino. Tenía presente
el consejo con el que ella misma aleccionaba a Margarita cuando, juntas,
atendían en Valladolid a los pobres de la parroquia: «Una gran señora es
aquella que sabe hacer de la limosna un regalo», y lo aplicaba haciendo creer a
Jeremías que, aceptando media barra de pan con lo que fuera, la beneficiada era
ella.
―Toma, Jeremías ―le decía―;
prueba este bocadillo de sardinas en aceite, a ver si Tinín se fija en ti y
aprende a comer deprisa otros alimentos que no sean jamón dulce o el dichoso
chocolate.
Ni que decir tiene que Jeremías
era un ejemplo inigualable engullendo las viandas a la vista del pequeño, con
una velocidad endiablada.
La jornada continuaba dándonos
una vuelta por el pueblo. Entrábamos en los bares para
distraernos, observando el ambiente, esperando, según decía Jeremías, que al
verme algún pariente nos invitara a cacahuetes o a tomar un refresco. Antes, mi
primo se aseguraba de que su padre no estuviera «desahogándose» en la barra con
el Entrepierna y el Veo Doble, bebiendo clarete a destajo hasta acabar
existencias, porque el Mecagüen le tenía advertido: «¡Mecagüen… Sansón y el que
la uva pisó! En la cantina, no te quiero ver ni en pintura. Como te sorprenda
un día bebiendo: te eslomo. Con un borracho en casa es suficiente».
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