PASAJES
DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA”(94)
CAPÍTULO IX
La Ruptura
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De cualquier forma, el horario
paterno había que cumplirlo a rajatabla y, sin apenas tiempo para reposar la
comida, mi padre puso en marcha la maquinaría que nos llevaría acto seguido a
la Ciudad de los Almirantes, dando, como solía, razones convincentes:
―Resulta sorprendente ―dijo― que un
pueblo que apenas cuenta con cinco mil habitantes, conserve tal cantidad de
arte, y sus gentes sientan con inusitado fervor tamaña devoción por sus
procesiones y de manera tan excepcional. La procesión del Mandato, en Medina de
Rioseco, suele empezar hacia las ocho de la noche, pero no hay que perderse el
toque agudo del Pardal, reuniendo a los gremios y su desfile, Rúa Mayor abajo,
para cumplimentar a las autoridades en el Ayuntamiento. Después, cuando hayamos
contemplado los prolegómenos con un buen bocadillo y café con leche calentito,
resguardados en los soportales de la Rúa, nos deleitaremos viendo el paso de la
procesión, que posee una valor plástico fuera de lo común ―afirmó mi padre,
convencido de que los acontecimientos iban a discurrir al modo en que los tenía
planificados.
Los taxis nos condujeron aquella
tarde hasta nuestro destino, pero la angosta carretera, el lento fluir de los
vehículos y el gentío congregado en la villa, hizo que no llegásemos a tiempo
de vislumbrar la ceremonia de la Plaza Mayor.
Un cielo grisáceo, anunciador del
frío que nos envolvió y nos hizo tiritar a todos, se hizo patente cuando los
últimos rayos de la tarde abandonaron la esbelta torre de Santa María. Buscamos
refugio en los soportales, junto a una carnicería en la que dos amenazantes
ganchos, situados a ambos lados de la puerta, señalaban el lugar que en otro
momento ocuparan los marranos sacrificados y abiertos en canal, para
contemplación de futuros compradores, según la costumbre del lugar.
Con la picardía que
proporciona la edad, Nacho hizo saber a sus padres que buscaríamos acomodo no
lejos de ellos, pero en algún lugar desde el que las chicas pudieran tener
buena visión del espectáculo, y una vez les convenció, se alejaron también de
donde nos encontrábamos Arancha y yo. En estas circunstancias, mi acompañante
no tuvo ninguna dificultad en exagerar el frío que le cercaba por fuera y el
calor que le agobiaba por dentro. Mostrando una pericia impropia de su edad,
introdujo sus manos en los bolsillos de mi pantalón, buscando calor, me dio
friegas en la espalda para transmitirme confort, rodeó mi cuello con sus
brazos, intentando que nuestros rostros se juntaran, y por último me susurró
varias veces al oído que yo era la persona con la que soñaba desde el instante
en que me conoció. Al principio no hice más que retirar la cara y reprimir sus
excesos, esperando que, ante mi negativa, acabarían por amortiguarse y ceder,
¡pero en vano! Infatigable, ella redoblaba sus esfuerzos por atraerme cada vez
que la rechazaba, de modo que cuando desfiló ante nuestros ojos “Jesús atado a
la columna”, yo ya estaba sujeto por sus zalamerías. Imitando a la “Santa
Verónica”, jugueteó con un pañuelo de seda sobre mi cara, para sorprenderme
después con un beso. En “La Desnudez” me sentí totalmente falto de recursos
para defenderme del aluvión de caricias que se me venían encima. Al “Cristo de
la Pasión” y a “La Dolorosa” pedí perdón por mi falta de firmeza al dejarme
arrastrar por la pasión encendida de Arancha. Los graves sonidos de los
Tapetanes que acompañaban cada Paso, actualizaban mi infidelidad en un alma tan
destemplada en aquellos momentos como el sonido producido por las baquetas al
golpear la membrana del tambor, recubierta del grueso paño.
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