domingo, 16 de abril de 2023

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (94)

 



 

 

 

 CAPÍTULO VI

El cursillo de verano

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En pocos días, haciendo compañía al tío Caparras, conocí los nombres, apodos, fortalezas y debilidades de muchos vecinos, amén del origen de su ruina o fortuna. Supe la causa del odio sempiterno entre familias, de amoríos prohibidos entre casados y de que cuando la tuberculosis se llevaba por delante a un individuo, la familia lo ocultaba haciendo creer que: «sano como estaba, le vino un mal catarro y… pa Pimpanilla».

Todo lo que contaba el tío Caparras lo aderezaba con dichos y refranes de la zona, algunos de los cuales ya conocía por boca de Jeremías. No decía nada ―según él― que el pueblo no supiera, porque «lo que la gente me confiesa en este banco es para mí sagrado, y el secreto irá conmigo a la tumba». En cuanto pronunciaba esta frase, instintivamente se llevaba la mano al chaleco y liaba, acto seguido, un nuevo cigarrillo, mientras el pueblo y también la vida pasaban ante él. Anotaba con detalle en su cabeza cualquier saludo o comentario que sucediera para contárselo a María, la Perdiz, quien cada media hora escasa aparecía de nuevo a su lado «mientras se hace la cena», para por último, al filo de las diez, como si con un paño tapara la jaula del canario, decirle:

―Me voy a la cama, Caparras. Haz tú lo mismo, que mucho más no ha de pasar hoy. A ver si mañana se arregla lo de la Engracia.

El tío Caparras esperaba a que María, la Perdiz, cerrara con llave la puerta y echara la falleba en la ventana para incorporarse del banco y dirigirse lentamente hacia su casa, llevándose una pinta de vino y un poco de guiso en el estómago, una colilla en la boca y todas las preocupaciones consigo.

 

 

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