NO TENGO CURA
Llevo unos días,
francamente nervioso. No consigo terminar de leer el periódico, ni de prestar
atención a la innumerable oferta de los distintos canales televisivos. Los
paseos que tanto me relajaban antaño, me producen, ahora, una sensación de
inseguridad creciente en cuanto me alejo unos pasos de mi domicilio. Por las
noches, me despierto varias veces sobresaltado. Sudoroso, me incorporo en la
cama repasando las imágenes que recuerdo de los sueños y me escalofrío al
reconocerme como tétrico anunciador de
presagios funestos.
Queriendo acabar con
esta horrible situación, he pedido una cita urgente con mi psiquiatra.
— ¿Otra
vez por aquí?— me ha dicho, el doctor—. Túmbese y contésteme, por favor, a este
sencillo cuestionario.
Durante minutos he
respondido con desgana a preguntas ya formuladas en anteriores ocasiones. Poco
a poco he ido notando como el pulso se me aceleraba, a la par que las
mandíbulas se encajaban con la sensación de quedar definitivamente soldadas.
Tensionado y no pudiendo por más tiempo soportar el interrogatorio, me he
levantado del diván desde donde, pacientemente, contestaba a sus preguntas, y
resuelto, me he enfrentado a él para ser yo ahora quien preguntara:
—Doctor, ¿tengo alguna
posibilidad de curación? Hasta la fecha,
siguiendo sus indicaciones, he tomado la medicación que me ha prescrito y
continúo viviendo, por decir algo, entre fobias, alucinaciones y obsesiones.
El interlocutor, de
aspecto similar al mío, me ha escrutado, sin pronunciar palabra.
— ¡Sea
valiente y dígame la verdad! —inquirí de nuevo.
Por toda respuesta, he recibido una mirada
estúpida.
Viendo su indiferencia,
me he abalanzado sobre él con la intención de agarrarle por el cuello y
zarandearle, hasta obtener contestación.
Fue entonces cuando he notado
un dolor agudo en los nudillos, el tibio calor de la sangre deslizándose entre
mis dedos y el estrépito de un espejo roto en mil pedazos.
Ya tiene la respuesta
—oí, una voz—. Debo aumentarle la
medicación.
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