PREJUICIOS PROVINCIANOS
Recordando
los momentos felizmente vividos, lastimándome con el reiterado
pensamiento de que no volverían a repetirse y, sobre todo, intentando no
encontrarme con nadie, deambulaba por las angostas callejuelas periféricas de
aquella ciudad provinciana. Con el cielo encapotado, ni siquiera mi propia
sombra me acompañaba en mi errático paseo.
Desde hacía ocho meses, y a petición propia, ocupaba
mi plaza en los Juzgados de esa pequeña capital, huyendo de la gran ciudad, o,
a decir verdad, huyendo de un fracasado matrimonio, que se rompió a los pocos
días de haberlo celebrado canónicamente, después de asegurarnos de que sería
eterno; no en balde, acumulábamos la experiencia de haber convivido varios años,
antes de dar el paso definitivo Pero el orgullo, la falta de sinceridad o ¡vaya
a usted a saber qué! nos abocó a tomar la decisión de separar nuestras vidas, eso
sí, civilizadamente, aunque eso no impidiera, cargar con el bagaje del amargo
desencanto.
En aquella pequeña capital, luego de un tiempo de ir
diluyendo la amargura con nuevas amistades, conocí a Beatriz. Seguramente, ella
encontrara en mí, la novedad una masculinidad madura y la atrayente seguridad
del puesto que ocupaba. Yo, en ella, la jovialidad de una veinteañera que unía
a su belleza un alma clara y transparente. En seguida empatizamos. Nuestros
encuentros tenían la virtud de hacerme creer que las puertas de la felicidad
volverían a abrirse de nuevo, porque las
tardes junto a ella tenían un encanto especial. La primera vez que tomé su mano,
fue un momento glorioso, únicamente superado cuando instantes después, rocé sus
labios por primera vez.
Vivíamos en un estado de plena felicidad en esos
comienzos del recién iniciado noviazgo. Incluso me sugirió la posibilidad de
conocer a sus padres, mientras hacíamos planes de futuro. Fue entonces cuando
no tuve más remedio que ponerle al tanto de mi situación. " Debemos ir
despacio, soy un hombre separado, que tal vez algún día obtenga la nulidad de
mi matrimonio—. Le dije con inmenso dolor"
Al levantar la vista pude ver su expresión de gacela
herida y unas lágrimas resbalando por su cara. Al cabo de unos minutos, sacó
fuerzas para confesarme: "No podemos continuar con esta situación—me dijo—
Mi padre jamás aprobaría un matrimonio que no fuera por la Iglesia. Siempre
soñó con llevarme al altar vestida de blanco. Vivimos en una pequeña ciudad, no
lo olvides". Se levantó y, sin dejar de llorar, me pidió que no la
acompañara.
Desde entonces, digiero mi segunda derrota amorosa.
Apenas salgo de casa, y cuando lo hago, como hoy, recorro calles vacías de
lugares apartados. No tardaré en solicitar de nuevo un cambio de destino.
Retrato de realidad, me encantó este relato
ResponderEliminarMuy agradecido por tan favorecedor comentario, te envío un fuerte abrazo. Feliz tarde, Alie.
EliminarMe encanto este relato hay madre mia lo que hace sufrir un divorcio...
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