domingo, 13 de octubre de 2024

 

PASAJES DE “CÉCILE. AMORIOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA” (105)

CAPÍTULO X

La Ambición

 

 

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Un buen día, me preguntó sorpresivamente:

―Estás enamorado, ¿verdad?

Y antes de que yo pudiera responderle, se anticipó diciéndome:

―Sé que tu contestación va a ser afirmativa, porque no se concibe un poeta que no esté enamorado, aunque el objeto de su amor no sea necesariamente una mujer. La poesía, la auténtica poesía, sólo puede brotar de un espíritu enamorado.

Yo le relaté mis sentimientos hacia Cécile, e incluso le mencioné mis episodios con Arancha, de la que había conseguido librarme gracias a la casualidad, y no porque hubiera tenido el coraje de mandarla a freír espárragos.

―A mí me ocurrió un hecho parecido cuando estudiaba en Madrid, en la Facultad de Filosofía y Letras ―me comentó pausadamente, tras reavivar el fuego que consumía su puro―. Por aquel entonces yo ya tenía echado el ojo a una compañera, que me atraía por su discreta manera de comportarse, y porque en alguna ocasión, cuando me sorprendía mirándola, ella bajaba la vista para luego volverme a mirar de nuevo. Ya te anticipo que esa mujer era Rosario, mi esposa, a la que un día de estos te presentaré, pues es tan tímida que cuando doy clase, ella se retira a su habitación a leer, que es su afición preferida. Pues bien ―dijo, exhalando una bocanada de humeantes vapores―, todos los días, por los pasillos de la Facultad, entre clase y clase, una jovencita se colocaba a mi lado haciéndose la encontradiza y me daba palique. No era fea ni tenía mala presencia, pero me molestaba sobremanera su compañía, porque no deseaba en modo alguno que mi amor platónico creyera que estaba comprometido. No sabiendo qué hacer para que no me acompañara más, aproveché que en su intrascendente conversación se interesara por la rama de Filosofía que yo estudiaba, para devolverle la pregunta con muy mala intención. Y tú ―le dije― ¿de qué rama estás colgada? Comprendo que la pregunta fue una grosería por mi parte, pero sirvió para deshacerme de tan pegajosa compañía. Me dolió lo que hice, pero me sentí liberado. En ocasiones hay que tomar decisiones no apetecibles: “El bien supremo del amor no puede estar cuestionado” ―enfatizó.

Una de aquellas tardes, en que dilucidaba en dónde se encontraba el complemento predicativo de una oración, apareció en la abigarrada habitación que ocupábamos una mujer de unos sesenta años, que tras pedir perdón por la interrupción, nos ofreció unos vasitos de limonada en una bandejita veneciana.

―La tarde se ha puesto muy calurosa. Tal vez la bebida os refresque un poco ―pronunció con un timbre de voz que era todo dulzura, tras apartar con delicadeza varios libros que le impedían depositar la bandeja sobre la desordenada mesa de trabajo.

―Rosario: te presento a mi delfín y futuro gran poeta, Álvaro ―anunció, don Julián, en un tono burlón.

―Encantado de conocerla ―dije, poniéndome de pie.

―Siéntate, hijo y no hagas caso de las chanzas de un viejo rimador de palabras ―respondió, dando un cariñoso pescozón a su marido.

Cuando la mujer hubo abandonado la habitación, don Julián hizo un encendido elogio de su mujer:

―Es una santa y siempre ha tenido conmigo una paciencia infinita. Al poco de conocernos, ya sentía por ella un amor indescriptible. Le gustaba oír de mis labios: “Tú eres mi mejor yo”, que le susurraba al oído sin mencionar que la cita no era mía, sino de Ortega y Gasset. Cuando nos hicimos novios, para no perderla, fingía ser un ferviente católico y le acompañaba a misa todos los domingos, hasta que, seguro de su amor, le confesé que mi devoción era fingida, pues era un republicano convencido y además agnóstico. Ella se quedó por unos momentos pensativa, para decirme a continuación: “Tú también eres para mí mi mejor yo, pero no vuelvas a engañarme. Te acepto con tus virtudes y defectos. Respetaré tus creencias como tú has de respetar las mías”. Y seguimos cogidos de la mano, como si nada hubiera ocurrido. “Puedo asegurarte ―mencionó don Julián con los ojos húmedos― que el mutuo respeto ha sido el secreto de nuestra felicidad. Desde entonces se da la paradoja de que, siendo un agnóstico, duermo abrazado a un Rosario del que rezo cada noche más de cinco Misterios, antes de coger el primer sueño” ―rió pícaramente.

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