CAPÍTULO X
La Ambición
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Un buen día, me preguntó sorpresivamente:
―Estás enamorado, ¿verdad?
Y antes de que yo pudiera
responderle, se anticipó diciéndome:
―Sé que tu contestación va a ser
afirmativa, porque no se concibe un poeta que no esté enamorado, aunque el
objeto de su amor no sea necesariamente una mujer. La poesía, la auténtica
poesía, sólo puede brotar de un espíritu enamorado.
Yo le relaté mis sentimientos
hacia Cécile, e incluso le mencioné mis episodios con Arancha, de la que había
conseguido librarme gracias a la casualidad, y no porque hubiera tenido el
coraje de mandarla a freír espárragos.
―A mí me ocurrió un hecho
parecido cuando estudiaba en Madrid, en la Facultad de Filosofía y Letras ―me
comentó pausadamente, tras reavivar el fuego que consumía su puro―. Por aquel
entonces yo ya tenía echado el ojo a una compañera, que me atraía por su
discreta manera de comportarse, y porque en alguna ocasión, cuando me
sorprendía mirándola, ella bajaba la vista para luego volverme a mirar de
nuevo. Ya te anticipo que esa mujer era Rosario, mi esposa, a la que un día de
estos te presentaré, pues es tan tímida que cuando doy clase, ella se retira a
su habitación a leer, que es su afición preferida. Pues bien ―dijo, exhalando
una bocanada de humeantes vapores―, todos los días, por los pasillos de la
Facultad, entre clase y clase, una jovencita se colocaba a mi lado haciéndose
la encontradiza y me daba palique. No era fea ni tenía mala presencia, pero me
molestaba sobremanera su compañía, porque no deseaba en modo alguno que mi amor
platónico creyera que estaba comprometido. No sabiendo qué hacer para que no me
acompañara más, aproveché que en su intrascendente conversación se interesara
por la rama de Filosofía que yo estudiaba, para devolverle la pregunta con muy
mala intención. Y tú ―le dije― ¿de qué rama estás colgada? Comprendo que la
pregunta fue una grosería por mi parte, pero sirvió para deshacerme de tan
pegajosa compañía. Me dolió lo que hice, pero me sentí liberado. En ocasiones
hay que tomar decisiones no apetecibles: “El bien supremo del amor no puede
estar cuestionado” ―enfatizó.
Una de aquellas tardes, en que
dilucidaba en dónde se encontraba el complemento predicativo de una oración,
apareció en la abigarrada habitación que ocupábamos una mujer de unos sesenta
años, que tras pedir perdón por la interrupción, nos ofreció unos vasitos de
limonada en una bandejita veneciana.
―La tarde se ha puesto muy
calurosa. Tal vez la bebida os refresque un poco ―pronunció con un timbre de
voz que era todo dulzura, tras apartar con delicadeza varios libros que le
impedían depositar la bandeja sobre la desordenada mesa de trabajo.
―Rosario: te presento a mi delfín
y futuro gran poeta, Álvaro ―anunció, don Julián, en un tono burlón.
―Encantado de conocerla ―dije,
poniéndome de pie.
―Siéntate, hijo y no hagas caso
de las chanzas de un viejo rimador de palabras ―respondió, dando un cariñoso
pescozón a su marido.
Cuando la mujer hubo abandonado
la habitación, don Julián hizo un encendido elogio de su mujer:
―Es una santa y siempre ha tenido
conmigo una paciencia infinita. Al poco de conocernos, ya sentía por ella un
amor indescriptible. Le gustaba oír de mis labios: “Tú eres mi mejor yo”, que
le susurraba al oído sin mencionar que la cita no era mía, sino de Ortega y
Gasset. Cuando nos hicimos novios, para no perderla, fingía ser un ferviente
católico y le acompañaba a misa todos los domingos, hasta que, seguro de su amor,
le confesé que mi devoción era fingida, pues era un republicano convencido y
además agnóstico. Ella se quedó por unos momentos pensativa, para decirme a
continuación: “Tú también eres para mí mi mejor yo, pero no vuelvas a
engañarme. Te acepto con tus virtudes y defectos. Respetaré tus creencias como
tú has de respetar las mías”. Y seguimos cogidos de la mano, como si nada
hubiera ocurrido. “Puedo asegurarte ―mencionó don Julián con los ojos húmedos―
que el mutuo respeto ha sido el secreto de nuestra felicidad. Desde entonces se
da la paradoja de que, siendo un agnóstico, duermo abrazado a un Rosario del que rezo cada noche más
de cinco Misterios, antes de coger el primer sueño” ―rió pícaramente.
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