PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (108)
CAPÍTULO VII
Se acerca la
Fiesta
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Acto seguido, dando la mano a Tinín, Jeremías nos
urgió:
―Tenemos que darnos prisa porque dentro de un rato
los mozos van a pedir al alcalde los toros y eso de ninguna manera me lo puedo
perder. Vamos a las eras de arriba y así les vemos venir ―ordenó tajante.
Andando a la carrera, me faltó tiempo para
preguntarle:
―¿Se puede saber por qué has mentido? Que yo sepa,
tú no nos has comprado las almendras ―dije cabreado.
Casi sin mirarme, me contestó, evidenciando el
complejo con el que convivía:
―Si tuviera la seguridad de que mi tío me lleva con
él a Francia, no hubiera dicho nada, pero… ¿Y si me quedo en el pueblo? Al
menos, el Chimenea contará a mis amigos que os he invitado y me iré quitando la
fama de pobretón que me acompaña.
Llegar a las eras de arriba fue tarea imposible.
Sólo pudimos recorrer media calle, hasta darnos de cara con una multitud vociferante
que nos cerraba el paso.
―¡Vamos! ¡Subid rápido a la ventana del Parranda,
que nos atropellan! ―gritó Jeremías, cogiendo a Tinín en brazos.
Como pude, me agarré a la verja de la ventana,
sujetándome a la forja con brazos y piernas, para no desgraciarme. Desde tan
privilegiada situación, vi acercarse una comitiva encabezada por un hombre que,
apoyándose en el bastón, retorcía su cuerpo al andar a causa de una gran
cojera, flanqueado por dos números de la guardia civil que le iban despejando
el camino. Detrás de ellos, a escasos diez metros de distancia, los mozos y no
tan mozos se divertían en una bulla impresionante al ritmo que marcaban las
charangas, bailando mientras cantaban: «Tengo yo una ovejita lucera…» para de
repente, siguiendo las consignas de Pepe el Colmenero, unir sus voces coreando:
«Alcalde, tacaño, para toros los de antaño» que alternaban con otro eslogan
menos edificante: «No atendemos a razones: ¡los toros por cojones!».
Desafiantes, gritaban empleando un tono amenazante, insinuando con gestos
inequívocos querer vapulear a los guardias y al cojo, mostrando al personal
hoces y tornaderas. Pero, nada más lejos de la realidad: únicamente
escenificaban, como cada año, un ritual ancestral que no conseguía alterar al
hombre de la cachava, sabedor de que las amenazas eran una farsa; por eso,
tranquilo y sonriente, cumpliendo con la tradición y el protocolo, saludaba a
diestro y siniestro a cuantos encontraba a su paso, mientras los perseguidores
se refrescaban continuamente, levantando la bota o bebiendo a morro de calderos
con limonada.
―¡Corre cojo que te linchan! ―gritó Jeremías,
elevando la aguda voz sobre la algarabía, cuando la cabecera de la comitiva pasaba
a nuestro lado.
Se ve que el hombre, a pesar del griterío, debió oír
a mi primo porque, sin perder la sonrisa, le contestó blandiendo la cachava:
―¡Ay si te agarro, mecagüen chico!
Y continuó el recorrido, como si nada hubiera
pasado, repartiendo saludos mientras alzaba la mano o el bastón, dependiendo
del pie que en ese momento tocara suelo.
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Interesante
ResponderEliminarGracias, Alie. No te pierdas los siguientes pasajes que publico periódicamente. Abrazos.
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