EL MILAGRO DE FRAY FLORIÁN
Sosteniendo a duras
penas un caldero de cinc en su mano izquierda, ladeando el cuerpo hacia el lado
derecho para que actuara de contrapeso, fray Florián, caminaba lentamente hacia
el surco donde las lechugas esperaban, expuestas
al sol de la tarde, el agua que las aportara los nutrientes y el frescor
necesario para su supervivencia. Tras sufrir un ictus cerebral, había perdido
sus portentosas dotes para la oratoria y
buena parte de la agilidad física y mental que le acompañaran tiempo atrás y se
refugiaba en los quehaceres de hortelano como un medio, pensaba, de
contribuir en lo posible al
sostenimiento de la economía conventual.
En sus muchas idas y
venidas por la huerta, en completa soledad, repasaba con minuciosidad su vida
religiosa, alegrándose de los momentos felices disfrutados junto a sus hermanos
y lamentándose, en ocasiones, de los fallo cometidos, de los que se arrepentía
sinceramente. Sin embargo, tres hechos se habían grabado en su mente, de tal
manera, que no conseguía apartarles de su pensamiento, ni aún en los momentos
de mayor recogimiento, y que correspondían a tres momentos en los que fue
fuertemente tentado.
El primero de ellos sucedió
a los pocos meses de su ordenación sacerdotal. Una joven bellísima, que se
confesaba habitualmente con él, le manifestó abiertamente en una ocasión, estar
perdidamente enamorada de él, proponiéndole que colgara los hábitos. Fray
Florián desechó de plano el ofrecimiento, pero no pudo evitar un sentimiento de
tristeza al escuchar los sollozos de la joven al verse rechazada.
A punto de cumplir los
cuarenta, cuando gozaba de una bien ganada fama de teólogo y predicador,
recibió una visita secreta de quien dijo ser un enviado Papal. Le ofrecía
recalar en Roma como asesor, en donde tendría una vida muy tranquila y la
posibilidad, no lejana, de convertirse en Príncipe de la Iglesia. “No he tomado
los hábitos de fraile para vivir una vida regalada”—fue su contestación.
Pesaroso, comprobó como el enviado Papal abandonaba la estancia contrariado.
Sin dejar de acarrear
el líquido elemento, el fraile recordó un tercer acontecimiento que acudía a su
mente con la misma intensidad y frecuencia que los otros dos. Ocurrió hacía tan
sólo unos años, cuando siendo Síndico Provincial escuchó la pretensión de un
contratista ofreciéndole una suculenta cantidad de dinero a cambio de que,
todas las obras que se realizaran en los conventos, fueran adjudicadas a su
empresa. Fray Florián le despidió con cajas destempladas, pero no pudo evitar
un cierto pesar, cuando el desaprensivo contratista le justificó su intento de
soborno en la necesidad de alimentar a su numerosa familia.
Desde entonces, fray
Florián rezaba cada día por la bella joven, por el enviado pontificio y por el
contratista, por si en algo les hubiera ofendido, a pesar de estar convencido
de que con ellos había actuado correctamente. En esta plegaria estaba, cuando
sintió girar la huerta a su alrededor, y trompicándose, cayó al suelo con tan
poco aliento, que no pudo pedir ayuda. Fue entonces cuando una figura de
aspecto horripilante, se interpuso entre su vista nubla y el Sol.
¡Maldito seas fray
Florián! —Dijo, lanzando por la boca llamaradas de fuego— Hoy mismo vas a morir
y siento no poder llevarte conmigo a los avernos. Cuantas veces he intentado
que sucumbieras ante mis proposiciones, he fracasado. De nada me valió tentarte
bajo la apariencia de una mujer hermosa en los años de tu vigor juvenil.
Tampoco tuve suerte al ofrecerte la dignidad de un Príncipe de la Iglesia,
cuando me presenté ante ti revestido de delegado pontificio y ni siquiera
mostraste interés por el dinero aún cuando intente socavar tu entereza presentándome como un padre de familia necesitado.
Por todo ello te odio y vas a tener la peor de las muertes. ¡La que te mereces!:
una muerte en soledad, abrasado por el sol sin recibir el consuelo de la unción
de los enfermos.
Dicho lo cual, la
sombra funesta desapareció.
Cuando fray Florián
agonizaba, mentalmente, invocó a la Virgen: “Reina de la Orden de Predicadores,
ruega por nosotros”. Al instante, percibió el consuelo de los brazos amorosos
de la Virgen del Rosario: aquella que presidia el altar al que dirigía a diario
sus rezos y se sintió aliviado por una frescura sin igual y por un amor que transportaba
su espíritu a un gozo indescriptible.
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