jueves, 26 de septiembre de 2019



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (61)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

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Apoyados en la tapia, estuvimos un buen rato hasta que Jeremías, dando un brinco, exclamó:
―¡Anda, mi madre! ¿Sabes quién viene? Es Rosita, la de la Nicanora, ¡qué tía más buena! ¡Es el amor de mi vida!
La tal Rosita, en cuestión, me pareció, por sus hechuras, muy alejada de las pretensiones de mi primo. Ceñía la cintura con los picos de una blusa blanca que la apretaba de tal manera que, por fuerza, sus generosos pechos pugnaban por escaparse entre la desabrochada botonadura. Sus caderas eran tan amplias que el cántaro se apoyaba en una de ellas con desahogo, mientras la otra, al caminar, daba la sensación de barrer con su contoneo todo lo que se le pusiera por delante.
Cuando llegó a nuestra altura, Jeremías quiso enseñarme el no va más del galanteo y se plantó frente a ella, cerrándole el paso, mientras le decía:
―Rosita: como sigas estando tan buena, vas a acabar conmigo. Ya ni como, ni duermo pensando en ti, y ahora que te he visto, se me ha quedado la boca tan seca que cuando vuelvas de por agua, me pienso beber de un tirón el cántaro mientras te acompaño a casa, y si aún me quedo con sed, nos vamos cogiditos de la mano otra vez al Chagaril.
Al oír la improvisada declaración, Rosita dejó el cántaro en el suelo, apoyó su mano en la cadera izquierda y, agitando la derecha con energía, contestó airadamente a mi primo:
―¡Mira quién me requiebra! ¡El mocoso del Mecagüen! ¡No te fastidias! A lo mejor de tanto ir y venir el cántaro a la fuente, acaba por romperse… ¡en tu cabeza! Mira chaval: cuando te mires al espejo, verás que te faltan kilos, años y experiencia para poder disfrutar de este cuerpo serrano ―dijo, deslizando la mano desde el canalillo hasta el regazo―. Además, ¿has pensado qué me regalarías para cortejarme? Pues, todo el pueblo sabe que los Mecagüen estáis más tiesos que el palo de la bandera. ―Luego, retirándose con el brazo el sudor que corría por su frente, cargó el cántaro y prosiguió su camino mascullando―: Madre mía, ¡qué suerte tengo! Los que se tienen que acercar, andan embobados y «los miserias» acuden a mí como las moscas al dulce.
Jeremías volvió a mi lado con la derrota dibujada en la cara, pero aún así intentó encontrar una explicación a su fracaso.
―Si no lo veo, no lo creo. No es posible que las mujeres cambien tanto con el desarrollo. Hace dos años a Rosita te la ganabas con unos caramelos, ¡pero chico!, ha sido salirle los cocos y ahora sólo le interesan chicos ricos que trepen por la palmera. ―Hizo una pausa, intentando buscar nuevos argumentos, pero insistió en los ya conocidos―: ¡El «jodío» dinero! ¡Siempre el «jodío» dinero! Cada vez estoy más convencido de que a las chicas no se las convence por la labia o por la apostura; sólo piensan en quien las pueda mantener sin tener que trabajar. Todas las tías son unas zorras ―concluyó, dando sin mirar una patada al primer canto que se interpuso en su camino.
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