domingo, 1 de septiembre de 2019


PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (60)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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―Parece mentira ―dijo Jeremías― que haya gente tan cotilla como la Encarna, la hija de la Edelina. Se conoce que ayer os vio llegar a la estación y le faltó tiempo para parlar la noticia. A mí estas tres me la traen floja. Socorro, la más alta, es una guarra de mucho cuidado, y las otras dos, por lo que me ha contado Samuel, el Chimenea, van para aprendizas de putillas. A mí lo que más me jode es que tengan que sacar a relucir lo de «mecagüen», como si ellas fueran hijas de marqueses. Ésta se la tengo guardada. Ya se pueden ir preparando. El día que llegue a ser alguien, les voy a decir a la cara más de cuatro cosas.
La presencia de las tres muchachas había alterado el semblante de mi primo y el aplomo que parecía tener cuando, minutos antes, intentaba enseñarme a ligar; pero se recompuso al observar acercarse una nueva presa, esta vez de menor edad y, al parecer, más recatada.
―Mira la sed que tengo, Ceci. Si quieres te llevo el cántaro hasta la fuente y, en bebiendo, más allá, si es menester.
―¡Muerto de hambre! Para tener sed, primero tendrás que comer un poco ―respondió la muchacha, casi sin mirarnos.
Este golpe bajo, lanzado directamente contra él, alcanzó su autoestima, le encolerizó y fue el detonante para que, precipitadamente, saliera de su boca toda una sarta de aseveraciones.
―Las mujeres son todas igual ―se sinceró―: no piensan más que en el dinero y en la posición. Como soy pobre, me las veo y me las deseo para hablar con ellas. La cosa sería muy distinta si fuera como tú, el hijo de un notario, o sin ir más lejos, como Javi, el de la farmacéutica, que es pequeño y dentón y, sin embargo, todas las chicas van a pedirle aspirinas aunque no les duela la cabeza.
Mientras hablaba permanecí en silencio, intentado buscar sentido a las palabras de mi primo, porque hasta la fecha, el ser hijo de un notario no me otorgaba la condición de deseado para ninguna de mis conocidas, y sobre todo no servía para encandilar a Cristina, y eso que su padre sólo era empleado de Correos.
Las risas de las chicas y el monólogo de Jeremías atrajeron la atención de Teresa, la Africana, propietaria de la casa en donde nos habíamos apostado, porque salió a la ventana simulando sacudir una bayeta, mientras nos decía:
―¡Qué, muchachos! ¿Qué tal sus está dando la mañana?
―Vaya… ―dijo mi primo, mientras yo me quedaba observando a la corpulenta Teresa, que acentuaba el color cetrino de su piel con un cabello corto, ensortijado y muy negro, despejando con su aspecto cualquier duda que pudiera tener sobre el origen de su apodo.
 Para librarnos de escuchas indiscretas, Jeremías me indicó:
―Vamos un poco más abajo; allí en la tapia de Paco, el Manga Corta, se estrecha la calle y por narices las muchachas nos tienen que hacer caso ―sugirió, sin darse por vencido.
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