domingo, 29 de septiembre de 2019



PASAJES DE"CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (61)
CAPÍTULO X
La Ambición

El curso se reinició sin que tuviera oportunidad de contactar antes con Cécile. Tan pronto como vi a Daniel en clase, le pregunté por ella, y obtuve la explicación de por qué mis continuas llamadas telefónicas del fin de semana, no obtuvieron respuesta: Madame Stéphanie, deseosa de pasar unos días lejos de la ciudad y queriendo conocer alguna otra que fuera famosa también por su Semana Santa, después de sopesar varias opciones, animó a su familia a dirigir sus pasos hacia Cuenca, de donde había obtenido información muy positiva a través de folletos explicativos recogidos en la Oficina de Turismo. De inmediato se interesó por conocer la procesión llamada “Camino del Calvario” o de “Las Turbas”, que la propaganda describía como única en España. De paso, aprovecharían la estancia para conocer “La Ciudad Encantada” y también para descubrir la rica gastronomía de la zona. Me sentí satisfecho al saber que, durante el tiempo vacacional, Cécile, había estado alejada de la ciudad y, por tanto, sin posibilidad de relacionarse con nuestros amigos comunes. Al poco, cuando recapacité sobre lo que acababa de pensar, me di cuenta de los injustificados celos, que en ocasiones trastocaban mi pensamiento hasta el punto de que, sin motivo alguno, aflorara en mí la melancolía, ése intangible mal que tanto daño me causaba y al que trataba de combatir con las armas del amor correspondido, aunque, por el momento, no fuera capaz de alejarla definitivamente de mí: me faltaba determinación para cortar de raíz los inconsistentes fundamentos con que la sostenía.

Todo mi ser vibró emocionado aquella mañana de sábado cuando llamé al timbre de los Casarell-Dupont, dispuesto a recibir mi clase de francés. Estaba esperanzado con la posibilidad de poder ver a Cécile y saludarla. Y así sucedió... Percibí primero el retumbar de sus saltarines pasos sobre la tarima, antes de que me franqueara la puerta y se abalanzara sobre mí para abrazarme y besarme con cierta precipitación, temerosa de que alguien de su familia apareciera de improviso. “¡Mamá, mamá, ha llegado Álvaro!” anunció, introduciéndome en el salón.

Madame Stéphanie me recibió con la delicadeza acostumbrada, y tras abrazarme, creyó oportuno no impartir clase aquel día, cediendo el protagonismo a su hija. Nos dejó a solas en la estancia mientras ella desaparecía, pretextando una jaqueca que me pareció ocasionalmente inventada.

El tiempo pareció detenerse cuando, sentados en el sofá frente a frente, permanecimos mirándonos sin pronunciar palabra. Notábamos únicamente el roce de nuestras manos juguetonas, buscándose torpemente sin acertar siquiera a entrelazarse. La mirada azul de Cécile me traspasaba, trasladándome a un mundo ideal, soñado, que sólo alcanzaba a vislumbrar cuando estaba a su lado o cuando la imaginaba, en la soledad de mi habitación, y la luminosidad de sus pupilas inspiraba mis composiciones poéticas. Ella no apartaba su vista de mi cara, sonriendo con la ternura y la plenitud de quien en ese instante es inmensamente feliz. La candidez que emanaba de su rostro era un soplo etéreo capaz de borrar de mi mente las incertidumbres, los miedos, las inseguridades, los celos, las oscuridades... Todo, absolutamente todo lo negativo que se había acumulado en mi ser por experiencias nefastas, desaparecía de repente empujado por ese soplo que percibía como una suave brisa de amor. ¡Ojalá la hubiera conocido antes!
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