PASAJES DE"LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (62)
CAPÍTULO
IV
Conociendo el pueblo
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O el canto no era pequeño o la
zapatilla había perdido el refuerzo de la puntera, porque, agarrándose con
ambas manos su pie derecho, exclamó:
―¡La madre que la parió! ¡Qué
golpe me he dado por culpa de esa zorra! ¡Lo que me faltaba: encima de
despreciado, cojo! ¡Ay, ay! ¡Las mujeres sólo me traen desgracias! ¡Ayyy!
La distancia hasta llegar a su
casa la hicimos sin cruzar palabra; él cojeando, acordándose de la madre de
Rosita, de la propia
Rosita y de todas las mujeres, convertidas por mor de sus
bajas aspiraciones, en viles raposas, y yo, abrumado por la cantidad de
palabrotas oídas, que me obligaban a partir de ahora a tener cuidado con lo que
decía, no fuera a repetirlas inconscientemente ante mis padres y tuviera que
visitar al dentista antes de tiempo.
No obstante, pese a todos los
insultos lanzados contra la muchacha, cuando el dolor disminuyó de intensidad,
sentándose en el suelo, se descalzó y comenzó a masajear los lastimados dedos,
mientras me decía:
―Esta batalla no la doy por
perdida. A veces las chicas nos rechazan para hacerse las interesantes, pero
tengo para mí que Rosita acabará siendo mía. Todo es cuestión de tiempo.
Luego, calzándose la zapatilla,
concluyó:
―Sé que con Rosita seré feliz y
la requebraré, hasta que caiga rendida en mis brazos.
Y se quedó tan pancho.
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