domingo, 8 de diciembre de 2019



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (63)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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La última casa del barrio del Barrero era la de mis tíos. Lindaba con una huerta, y esta circunstancia le favorecía, porque podía pasar, más que por casa, por almacén de aperos. El exterior de la vivienda mostraba al desnudo el rojo ladrillo empleado en su construcción, sin que una débil capa de cemento tapara, al menos, los agujeros, ni disimulara la deficiente alineación de los ladrillos, colocados sin duda, por manos no profesionales. El hueco de la entrada era un irregular rectángulo en el que a duras penas se anclaba una puerta de dos hojas que, en su parte superior, permanecía abierta. La cortina, totalmente decolorada, trataba de impedir el tránsito de moscas a través del hueco, sin que a ciencia cierta se supiera si eran más a las que se las impedía la entrada que las que pugnaban por salir.
―¡Madreeee…! Ya está aquí Alvarito ―gritó Jeremías, agitando la cortina primero y descorriendo después el pasador de la parte inferior de la puerta.
―Pásale a la cocina, que estoy aquí entretenida, dando de comer a la cabra ―se oyó decir a Lucía desde el fondo del pasillo.
El angosto pasillo que daba paso a todas las estancias de la casa, carecía de baldosas; pisábamos sobre tierra apisonada, con innumerables oquedades en las que se podían ver diseminadas algunas cagarrutas de la cabra, que habían evitado ser barridas, gracias a las irregularidades del terreno, por una rústica escoba de tamujo que permanecía como un centinela a la entrada. Todo parecía indicar que el pasillo era un lugar de tránsito compartido por mis familiares y la cabra.
 Ante semejante panorama, empecé a perder el apetito, y más aún cuando, al entrar en la cocina, percibí olor a paja quemada, que no conseguía enmascarar otros aromas más persistentes, y a la vez desagradables, que parecían desprenderse de una olla de barro y de un perol apoyados en las trébedes, bajo las cuales, los rescoldos de encina aportaban el calor necesario para que el condumio hirviese intermitentemente. La poca luz que penetraba en la estancia llegaba gracias a una claraboya, y lo que al principio eran objetos informes, a medida que mis ojos se acomodaron a la penumbra, fueron descubriendo platos, tazones y una fotografía de boda de mis tíos decorando el vasar de la chimenea, que ocupaba la mitad de la cocina. En la pared de la derecha colgaban sin orden alguno, sartenes, espumaderas y utensilios varios, que rozaban una manta de tocino que pendía del techo. En un rincón se hallaba una gran tinaja de agua, seguramente empleada para guisar, pues la botella de clarete y el botijo reposaban sobre un taburete, y bajo éste, extendidas sobre papel de periódico, yacían desparramadas un buen montón de patatas. Completaban el mobiliario un rústico banco de madera, una gaveta con la cajonera medio desprendida y otro par de taburetes de un rechiscante color azul cielo, y justo a la entrada, un palanganero que en ese momento, con la palangana llena de papel, hacía las veces de improvisado revistero.
―Ponte cómodo ―dijo Jeremías, señalándome con el dedo el rústico banco―, que voy a ver si mi madre acaba de apañar a la cabra.
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Fotografía de Maribel Díez Salgado.



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