PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (63)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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―¡Madreeee…! Ya está aquí
Alvarito ―gritó Jeremías, agitando la cortina primero y descorriendo después el
pasador de la parte inferior de la puerta.
―Pásale a la cocina, que estoy
aquí entretenida, dando de comer a la cabra ―se oyó decir a Lucía desde el
fondo del pasillo.
El angosto pasillo que daba
paso a todas las estancias de la casa, carecía de baldosas; pisábamos sobre
tierra apisonada, con innumerables oquedades en las que se podían ver
diseminadas algunas cagarrutas de la cabra, que habían evitado ser barridas,
gracias a las irregularidades del terreno, por una rústica escoba de tamujo que
permanecía como un centinela a la entrada. Todo parecía indicar que el pasillo era
un lugar de tránsito compartido por mis familiares y la cabra.
Ante semejante panorama, empecé a perder el
apetito, y más aún cuando, al entrar en la cocina, percibí olor a paja quemada,
que no conseguía enmascarar otros aromas más persistentes, y a la vez
desagradables, que parecían desprenderse de una olla de barro y de un perol
apoyados en las trébedes, bajo las cuales, los rescoldos de encina aportaban el
calor necesario para que el condumio hirviese intermitentemente. La poca luz
que penetraba en la estancia llegaba gracias a una claraboya, y lo que al
principio eran objetos informes, a medida que mis ojos se acomodaron a la
penumbra, fueron descubriendo platos, tazones y una fotografía de boda de mis
tíos decorando el vasar de la chimenea, que ocupaba la mitad de la cocina. En la pared de
la derecha colgaban sin orden alguno, sartenes, espumaderas y utensilios
varios, que rozaban una manta de tocino que pendía del techo. En un rincón se
hallaba una gran tinaja de agua, seguramente empleada para guisar, pues la
botella de clarete y el botijo reposaban sobre un taburete, y bajo éste,
extendidas sobre papel de periódico, yacían desparramadas un buen montón de
patatas. Completaban el mobiliario un rústico banco de madera, una gaveta con
la cajonera medio desprendida y otro par de taburetes de un rechiscante color
azul cielo, y justo a la entrada, un palanganero que en ese momento, con la
palangana llena de papel, hacía las veces de improvisado revistero.
―Ponte cómodo ―dijo Jeremías,
señalándome con el dedo el rústico banco―, que voy a ver si mi madre acaba de
apañar a la cabra.
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Fotografía de Maribel Díez Salgado.
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