jueves, 21 de mayo de 2020


PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (68)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo


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Yo, asustado, tenía a veces dificultad para entender algunas de las palabras que pronunciaba, por culpa de la gomosa saliva que rebosaba la boca y se deslizaba por su barbilla. A veces, sus tremendos hipidos le cortaban la respiración y congestionaban su rostro, hasta que, de nuevo, con un profundo suspiro y una frase inacabada, retomaba el discurso de sus incontables lamentaciones, liberándome a mí, de paso, de la preocupación de ver morir a mi primo por asfixia.

Igual que no hay mal que cien años dure, tampoco hay cuerpo que pueda aguantar más de unos minutos tan colosal desgaste, por eso, poco a poco Jeremías fue aminorando el volumen de sus quejas hasta que las convulsiones de su pecho se tornaron en respiraciones profundas hasta, por último, sentado, llorar sosegadamente con la cabeza entre las piernas, mientras los brazos abrazaban a aquellas con la sana intención de que el conjunto óseo no se derrumbara.

Al rato, Jeremías levantó la cabeza y, así como estaba, de espaldas al pueblo, se quedó mirando fijamente un punto del infinito, y con voz temblorosa y rabia contenida, comenzó a decir uno de sus deseos más profundos:

―Tengo que marcharme de aquí lo más pronto posible. Cuando este verano venga mi tío Andrés de vacaciones, le diré que me lleve con él. En París, según él, se vive mucho mejor que en este maldito pueblo. Lejos, encontraré un lugar en donde se me quiera, fundaré una familia, tendré un trabajo y tal vez llegue a descubrir el Dios que ahora mismo no veo por ningún lado.

Definitivamente, mi primo me tenía desconcertado. Bajo su aspecto desgarbado y su incipiente bigote, poseía una madurez impropia de la edad, que seguramente se había consolidado en las condiciones adversas que le había tocado vivir. Me sorprendía sobremanera la continua negación de Dios, aunque sin descartar descubrirle algún día, por lo que pensé que su existencial duda divina no era sino una manera encubierta de buscarle desesperadamente. Yo, en ese momento de mi vida, no me hacía preguntas tan transcendentes. A Dios le recibía en cada comunión. Era un señor poderoso al que podía visitar siempre que quisiera en cualquiera de sus innumerables iglesias en las que habitaba, y por las noches reinaba feliz por encima de las estrellas vigilando mi sueño, como me recordaba mi madre muchas noches, antes de acostarme. ¡Así de sencillo!

Aprovechando que los lloros habían concluido y que mi naturaleza, repuesta de las náuseas, me recordaba que estaba en ayunas, le dije cariñosamente a Jeremías:

―Primo: he de ir a casa: prometí a mi madre que volvería para la merienda.

―Vete cuando quieras ―me contestó―. Yo voy a esperar un rato a que se me pase la sofoquina. No quiero que de esta guisa me vea nadie y menos Rosita la de la Nicanora.
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