EN EL MADRID DE LOS 60 (VII)
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Cuando
a los pocos días recibí el giro materno, me quedé gratamente impresionado por
su cuantía que superaba con creces mis mejores expectativas . Las penurias que
me agobiaban desaparecieron por arte de magia y una vez liquidada mi deuda
pendiente con Justina, observé que, a partir de ese instante, la hosca patrona
se dirigía a mí con semblante risueño y un cortés: "señorito
Álvaro". Siglos antes, el
inigualable Quevedo ya se había percatado del influjo que proporcionaba tener
las finanzas saneadas. Poderoso caballero
es Don dinero, había dicho, y tenía mucha razón. Con este alivio monetario,
cambió de raíz mi pensamiento en cuanto a la indumentaria que portaba hasta
entonces. En un principio estaba convencido de que el aspecto descuidado y
hippie era una buena carta de presentación para un poeta en ciernes, pero si lo
que pretendía era codearme con gente de
cierto nivel intelectual y sobre todo, si tenía en mente darme a conocer en
alguna tertulia literaria, era evidente que la vestimenta no me acompañaba en
absoluto, de modo que en una boutique de la calle de Serrano hice acopio de
atuendos de marca. Entré como un vagabundo y salí convertido en un gentleman, deshaciéndome de mi deslucida ropa en la misma tienda y
caminé hasta la Plaza de la Independencia
elegantemente vestido, acomodando el andar con zapatos de tafilete
adquiridos a pocos metros de donde
realizara la primera compra. Con aires de suficiencia, sujetando una bolsa con
otras prendas juveniles de variado colorido, sentí que la fama vestiría mis
sueños como mi cuerpo y podría ser conocido en los madriles, como un poeta de
porte distinguido y refinado, poseedor del verso innovador y profundo que
removería los cimientos de la poesía conocida hasta ese momento.
Había
oído hablar de las tertulias literarias de otros tiempos como las que
presidiera Ramón Gómez de la Serna en el café Pombo o como las que tuvieron
lugar en sitios tan emblemáticos como
los cafés Universal o Parnasillo, por las que desfilaron escritores de la talla
de Benito Pérez Galdós o Valle-Inclán. Desaparecidos aquellos Centros de
entretenimiento y Cultura, otros lugares y actores habían ocupado su puesto
como sucesores de la actividad literaria de la Villa. Estaba claro que en
algunos de ellos, tendría vetado el acceso, pongo por ejemplo el Círculo de
Bellas Artes, sin embargo, todavía era posible encontrar multitud de Salas de
reunión literaria de entrada libre que, cobijadas en Cafés cercanos a la
Cibeles, servían de punto de encuentro a colaboradores de periódicos, ensayistas
y arribistas de toda índole y condición.
En
un principio, acudí al café Lión de la calle de Alcalá en el que supe que se
reunían personajes tan importantes como Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio
Aldecoa, pero mi decepción fue mayúscula al comprobar que su tertulia tenía
lugar en un extremo del local y solo podían entrar en ella amigos, conocidos y
personas asimiladas a tal condición, y ese no era mi caso ni tenía la osadía de
presentarme por mi cuenta. Días más tarde, acudí al café Gijón, intentando que
tuviera la fortuna de escuchar algunos comentarios de José García Nieto,
Francisco Umbral o del famosísimo César González Ruano, pero me ocurrió
exactamente lo mismo que en mi experiencia anterior. Sin embargo, en esta
ocasión opté por poner en juego astucia y constancia y así, tarde tras tarde me
dirigía hasta el Paseo de Recoletos y buscaba asiento en alguna mesa disponible
del Café Gijón que no estuviera muy distante del grupito de intelectuales. Con
aire circunspecto pedía un café y, como si fuera una costumbre inveterada,
agregaba al pedirlo:"Con unas gotitas de orujo, por favor", pensando
que eso me añadiría un toque de distinción cuando lo que originaba la mayor
parte de las veces era un fuerte dolor de cabeza que me acompañaba el resto de
la tarde. Desde la mesa de mármol, convertida en atalaya de observación,
contemplaba el trasiego, el ir y venir de los componentes de la tertulia y,
pocas veces, algunas palabras sueltas cuando la conversación subía de tono.
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