EN EL MADRID DE LOS 60 (IV)
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Este pensamiento idealizado se asentó en mi mente
firmemente, no obstante se desmoronaba con el paso de los días, cuando comprobé
que con las clases particulares apenas podía pagar la pensión y llegaron a
evidenciarse, cuando me vi en la humillante situación de rogar a Josefina que
abonara una consumición pretextando haber olvidado la cartera. Aquella noche
tuve que regresar a casa andando, pues no tenía dinero ni para adquirir un
billete del Metro.
La situación en que me encontraba no pasó
desapercibida para Josefina, sobre todo, cuando a los pocos días, teniendo el
dinero justo para invitarla a un café se le antojó una bolsita de almendras
garrapiñadas. No tuve más remedio que confesar mi calamitoso estado económico.
—No puedo por más tiempo ocultarte la verdad,
Josefina. Por más que estiro el dinero que consigo dando clases particulares,
apenas tengo para pagar la pensión y hasta tomar un café, de vez en cuando, me
resulta un extra que no me puedo permitir.
—Por eso no te preocupes, Álvaro—respondió
Josefina—. Si únicamente podemos pasear, pues pasearemos. Me gustaría poder
invitarte, pero a mí también me han restringido la paga. Se me ocurrió comentar
en casa que salía con un muchacho sin recursos y mis padres no veas de qué
manera se disgustaron. Ellos desean lo mejor para mí y siempre que la ocasión
lo permite, me ponen en contacto con los hijos de sus amistades, muchos de
ellos, ya tenientes.
Cuando Josefina me hizo esta confesión, encontré la
ocasión propicia para desembarazarme de esta criatura de gran corazón, pero que
no generaba en mí ningún sentimiento amoroso.
—Creo que lo mejor será que no sigamos
viéndonos—dije con apariencia compungida—. Pienso seguir mi vida bohemia e
intentar vivir de la poesía, y hasta conseguir mi objetivo, puede que pasen
algunos años. Si te parece, podemos continuar la amistad esperando que vengan
tiempos mejores y tal vez más adelante...
Josefina no me dejó concluir mi exposición.
—Lo siento, Álvaro. Eso sería alimentar esperanzas
sin fundamento. Ya tengo veintidós años. Casi todas mis amigas tienen novio y
alguna piensa en el matrimonio. Por otra parte no deseo que mis padres sigan
sufriendo sabiendo que salgo con un muchacho sin porvenir. Ellos no entienden
de romanticismo y las estrellas que en ocasiones nosotros contemplamos sobre el
cielo de Madrid, ellos las imaginan en la bocamanga de un uniforme militar.
Quieren lo mejor para su hija, ¡compréndelo!—pronunció desgarradamente.
—Lo comprendo, Josefina. De todos modos, tenemos
nuestros teléfonos. Nos llamaremos alguna vez, ¿no?
Josefina, sin mirarme, hizo con la cabeza un gesto
afirmativo, mientras acompañaba el gesto con un lacónico rictus que parecía
expresar claramente su dolor.
Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas y el
silencio fue nuestro acompañante en tanto la tarde caía sobre un Madrid que me
pareció, momentáneamente, despojado de su peculiar encanto.
Ni siquiera la acompañé a casa. Nos despedimos en la
boca de Metro de Callao. Tras dos protocolarios besos, la juvenil figura de
Josefina con su falda de pañal a cuadros, se perdió entre la multitud,
escaleras abajo.
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