PARIS. OH, LÀ
LÀ (16)
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Giselle era meticulosa en todo lo que preparaba. Quizás llevada por la
finura que debía imperar en todos sus movimientos cuando bailaba, padecía de
una especie de deformación profesional, que le hacía buscar la perfección hasta
en los más nimios detalles. De manera que, tan pronto tuvo en sus manos las
entradas para la representación operística, me pidió que alquilara un esmoquin,
pues según ella, la ocasión lo merecía. De su vestido no me quiso dar ningún
detalle porque deseaba hacer de la sorpresa, otro motivo para que la velada
resultara perfecta. Llegada la noche del día señalado, Giselle apareció vestida
con un traje que realzaba, más si cabe, su escultural anatomía y su belleza,
Lucía un vestido gris perla de generoso escote que intentaba ocultar, sin
conseguirlo, un collar de perlas. Brillaban en la parte superior las
lentejuelas que daban brillo también a la tela que cubría sus brazos. La
largura de la falda terminaba por debajo de la rodilla lo que permitía admirar
unas piernas preciosas y, algo más,
cuando se asomaban por una abertura inferior que confería al conjunto un
aspecto desenfadado y juvenil a la par que elegante.
—¡Estás preciosa!—, exclamé
—Tú también estás muy atractivo—. Respondió, mirándose el espejo, con el
bolsito de fiesta en sus manos.
Pocos minutos después, una vez que el taxi nos dejó en el teatro de la
Ópera, pude admirar la belleza ornamental del edificio y minutos más tarde,
empezada la representación, me di cuenta de la sensibilidad de mi acompañante
cuando unas lágrimas se escaparon de sus ojos en el Primer Acto en el que
Rodolfo, el poeta, entona a Mimí, la archiconocida aria “Che gélida manina”. Con su manina
entre las mías, las lágrimas fluyeron incontenibles en el Acto segundo al
escuchar, “Quando m´en vó”. Se conoce que en su interior, debió de cambiar su
rol de Mimí por el de Musetta y yo, me convertí en Marcello, pasando de poeta a
pintor. El descanso supuso una pausa y un deshago para Giselle que me comentó el
dolor que sentiría Musetta paseando sola para atraer la atención de Marcello,
cosa que consigue, aunque a ella no le ocurriría lo mismo conmigo.
Sensible como estaba, las lágrimas no cesaron en los Actos tercero y
cuarto. En este último, la muerte de Mimí, hizo que empapara varios pañuelos.
—¿Sentirás tanto dolor como Rodolfo, cuando ya no esté a tu lado?—, me
preguntó en el hall del teatro,
cuando buscaba los lavabos para recomponer el maquillaje.
No supe qué contestar, porque, hasta entonces, no había sido muy consciente
de todo el amor que Giselle sentía por mí. Claro, que no tanto como el que
sentía por su carrera.
De regreso a casa me dijo que había elegido esta Ópera, porque, en el
fondo, ambos éramos unos bohemios que habíamos elegido una profesión en la que
difícilmente se triunfa y, salvo excepciones, no te da para vivir con holgura.
—Tienes razón—contesté—, pero se goza ejerciendo aquello que te satisface y
eso es vivir.
Un achuchón y un beso fue la respuesta que me confirmó que ella sentía lo
mismo.
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