domingo, 11 de octubre de 2020

                                                     
                                             PARIS. OH, LÀ LÀ (16)

 

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Giselle era meticulosa en todo lo que preparaba. Quizás llevada por la finura que debía imperar en todos sus movimientos cuando bailaba, padecía de una especie de deformación profesional, que le hacía buscar la perfección hasta en los más nimios detalles. De manera que, tan pronto tuvo en sus manos las entradas para la representación operística, me pidió que alquilara un esmoquin, pues según ella, la ocasión lo merecía. De su vestido no me quiso dar ningún detalle porque deseaba hacer de la sorpresa, otro motivo para que la velada resultara perfecta. Llegada la noche del día señalado, Giselle apareció vestida con un traje que realzaba, más si cabe, su escultural anatomía y su belleza, Lucía un vestido gris perla de generoso escote que intentaba ocultar, sin conseguirlo, un collar de perlas. Brillaban en la parte superior las lentejuelas que daban brillo también a la tela que cubría sus brazos. La largura de la falda terminaba por debajo de la rodilla lo que permitía admirar unas piernas preciosas  y, algo más, cuando se asomaban por una abertura inferior que confería al conjunto un aspecto desenfadado y juvenil a la par que elegante.

—¡Estás preciosa!—, exclamé

—Tú también estás muy atractivo—. Respondió, mirándose el espejo, con el bolsito de fiesta en sus manos.

Pocos minutos después, una vez que el taxi nos dejó en el teatro de la Ópera, pude admirar la belleza ornamental del edificio y minutos más tarde, empezada la representación, me di cuenta de la sensibilidad de mi acompañante cuando unas lágrimas se escaparon de sus ojos en el Primer Acto en el que Rodolfo, el poeta, entona a Mimí, la archiconocida aria “Che gélida manina”. Con su manina entre las mías, las lágrimas fluyeron incontenibles en el Acto segundo al escuchar, “Quando m´en vó”. Se conoce que en su interior, debió de cambiar su rol de Mimí por el de Musetta y yo, me convertí en Marcello, pasando de poeta a pintor. El descanso supuso una pausa y un deshago para Giselle que me comentó el dolor que sentiría Musetta paseando sola para atraer la atención de Marcello, cosa que consigue, aunque a ella no le ocurriría lo mismo conmigo.

Sensible como estaba, las lágrimas no cesaron en los Actos tercero y cuarto. En este último, la muerte de Mimí, hizo que empapara varios pañuelos.

—¿Sentirás tanto dolor como Rodolfo, cuando ya no esté a tu lado?—, me preguntó en el hall del teatro, cuando buscaba los lavabos para recomponer el maquillaje.

No supe qué contestar, porque, hasta entonces, no había sido muy consciente de todo el amor que Giselle sentía por mí. Claro, que no tanto como el que sentía por su carrera.

De regreso a casa me dijo que había elegido esta Ópera, porque, en el fondo, ambos éramos unos bohemios que habíamos elegido una profesión en la que difícilmente se triunfa y, salvo excepciones, no te da para vivir con holgura.

—Tienes razón—contesté—, pero se goza ejerciendo aquello que te satisface y eso es vivir.

Un achuchón y un beso fue la respuesta que me confirmó que ella sentía lo mismo.

 

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