domingo, 18 de octubre de 2020

 PARÍS. ¡OH, LÀ LÀ!  (17)

 

 

………………………

Desde que me instalé en el apartamento de Giselle, la vida  se convirtió para mí en algo muy parecido a como había imaginado el Edén. Mi compañera repartía su tiempo entre el aprendizaje del español, las clases de ballet y otros quehaceres que tenían que ver con la actividad de bailarina para la que creía estar predestinada, y yo, sin tener que trabajar, me dedicaba a escribir. Visitaba y participaba  con mi escaso vocabulario francés en algunas tertulias literarias y, por qué no decirlo, tomaba más de un aperitivo con el que completar la reducida ración de comida que compartía con Giselle, muy dada a las ensaladas de todo tipo para mantenerse en su peso ideal. A partir de las seis de la tarde, cuando la mayoría de los franceses despejaban las calles camino de sus domicilios, era cuando mi preciosa anfitriona y yo, recorríamos, la Avenue Foch, la Place de L`Etoile y algunas de las avenidas que parten de ella, si la lluvia no lo impedía; en caso contrario, acurrucados en el sofá, charlábamos de cómo nos había ido la jornada o le recitaba los poemas que había compuesto. Ella los escuchaba, apoyando la cabeza sobre mi pecho, mientras la música de Tchaikovski, Brahms o Delibes nos envolvía con acordes románticos.

Los fines de semana, Giselle me mostraba barrios y zonas aledañas de la ciudad que hasta ese momento desconocía. A medida que el mes de mayo finalizaba, notaba por el tono de voz que su entusiasmo languidecía y se reemplazaba por una tristeza que, a pesar de su sonrisa y animosidad, era incapaz de ocultar. Con frecuencia expresaba en voz alta esos sentimientos que alteraban su paz interior:

—¿No te asaltará  la curiosidad por saber qué verdor mostrará le Bois de Boulogne, cuando te hayas ido? ¿Cómo será pasear sin mí por la Rue Saint Honoré? ¿Volveremos a estar juntos alguna vez?

Yo trataba de responder a sus interrogantes con palabras esperanzadas de un posible próximo encuentro, sabiendo que no decía la verdad. Giselle era una mujer de belleza y cualidades suficientes para hacer feliz a cualquier hombre, pero no a mí. Mi educación clásica influía hasta tal punto mi pensamiento, que pensaba que la mujer que me enamoraría habría de compartir conmigo todos los días de su vida. Desgraciadamente, la concepción de Giselle sobre la pareja era mucho más liberal que la mía, anteponiendo siempre el desarrollo de su vocación artística por encima del concepto de hogar que yo anhelaba. Por otra parte, pensaba que, el desgarro de nuestra separación, no ocasionaría en su interior ninguna herida, por profunda que fuera, que no cicatrizara en un corto espacio de tiempo, al término del cual, reharía su vida con otro hombre más acorde que yo con su peculiar manera de entender la vida.

A tres días de mi marcha, fuimos a “Les Deux Magots” con la intención de despedirme de mi amigo Gérad. Si me hubiera ahorrado este gesto que consideraba de buena educación, tampoco habría pasado nada. Gérard estaba amartelado con un muchacho bastante más joven que él. En actitud cariñosa departían intimidades en un rincón del salón. Cuando supo que quería agradecer su acogida por la amistad brindada, ni siquiera se puso en pie; agitó la mano y dijo Au revoir, mon ami, para seguir intercambiando miradas con su acompañante.

Tampoco fue mucho más efusiva la despedida con Jeremías. Después de intentarlo varias veces, por fin me cogió el teléfono y, de los cinco minutos que duró la comunicación, al menos cuatro los empleó en contarme su avanzado proyecto de convertirse en el futuro propietario de una brasserie. “La próxima vez que vengas por aquí, te invitaré a una cerveza”—me dijo entre risas—, deseándome, un bon retour.

Sin duda, la despedida más emotiva se produjo cuando fui a recoger los cuatro bártulos que permanecían custodiados en casa de madame Claudine. La mujer no pudo contener la emoción cuando supo que regresaba. Con ojos humedecidos me puso como ejemplo de joven responsable y educado. Me besó como quien besa a un nieto, asegurándome que siempre tendría sitio en su casa y que si tenía pensado volver, no me demorase en demasía. ”Je suis déjà trés vieux” . Con un nudo en la garganta, bajé pausadamente por las escaleras que, muchas veces, brincaba de dos en dos para no llegar tarde al trabajo. La brisa vespertina me ayudó a clarear la visión.

La mañana anterior a mi marcha, Giselle me comentó, que si quedaba algo que me hiciera ilusión visitar se lo dijera para complacerme.

—Sí. Me gustaría visitar el museo de Rodin—. Respondí de inmediato.

—Será bonito recordar—. Contestó Giselle—Solo he ido una vez.

No fueron las esculturas de Victor Hugo y de Honoré de Balzac las que más impresionaron a Giselle. Ni siquiera “El pensador” o “Los Burgueses de Calais”, sino que, ante la escultura de “El beso” permaneció estática varios minutos. Algo así quiso que sucediera entre nosotros cuando me besó en los jardines del antiguo “Hôtel Biron” y mucho más apasionadamente en la noche que precedió a mi vuelta.

“Siempre te querré” fue la frase que me repitió una y otra vez, aunque fiel a sus principios, no me acompañó al aeropuerto para no perder sus clases de ballet.

Cuando el avión sobrevolaba París rumbo a Madrid, me sentí libre como un pájaro, satisfecho con los logros conseguidos y esperanzado con lo que el futuro me tendría reservado.


FIN DEL CAPÍTULO PARÍS. ¡OH, LÀ LÀ!

 

 

 

 

 

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario