PARÍS. ¡OH, LÀ LÀ! (17)
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Desde que me instalé
en el apartamento de Giselle, la vida se
convirtió para mí en algo muy parecido a como había imaginado el Edén. Mi
compañera repartía su tiempo entre el aprendizaje del español, las clases de
ballet y otros quehaceres que tenían que ver con la actividad de bailarina para
la que creía estar predestinada, y yo, sin tener que trabajar, me dedicaba a
escribir. Visitaba y participaba con mi
escaso vocabulario francés en algunas tertulias literarias y, por qué no
decirlo, tomaba más de un aperitivo con el que completar la reducida ración de
comida que compartía con Giselle, muy dada a las ensaladas de todo tipo para
mantenerse en su peso ideal. A partir de las seis de la tarde, cuando la
mayoría de los franceses despejaban las calles camino de sus domicilios, era
cuando mi preciosa anfitriona y yo, recorríamos, la Avenue Foch, la Place de
L`Etoile y algunas de las avenidas que parten de ella, si la lluvia no lo
impedía; en caso contrario, acurrucados en el sofá, charlábamos de cómo nos
había ido la jornada o le recitaba los poemas que había compuesto. Ella los
escuchaba, apoyando la cabeza sobre mi pecho, mientras la música de
Tchaikovski, Brahms o Delibes nos envolvía con acordes románticos.
Los fines de semana,
Giselle me mostraba barrios y zonas aledañas de la ciudad que hasta ese momento
desconocía. A medida que el mes de mayo finalizaba, notaba por el tono de voz
que su entusiasmo languidecía y se reemplazaba por una tristeza que, a pesar de
su sonrisa y animosidad, era incapaz de ocultar. Con frecuencia expresaba en
voz alta esos sentimientos que alteraban su paz interior:
—¿No te
asaltará la curiosidad por saber qué
verdor mostrará le Bois de Boulogne,
cuando te hayas ido? ¿Cómo será pasear sin mí por la Rue Saint Honoré? ¿Volveremos a estar juntos alguna vez?
Yo trataba de
responder a sus interrogantes con palabras esperanzadas de un posible próximo
encuentro, sabiendo que no decía la verdad. Giselle era una mujer de belleza y
cualidades suficientes para hacer feliz a cualquier hombre, pero no a mí. Mi
educación clásica influía hasta tal punto mi pensamiento, que pensaba que la
mujer que me enamoraría habría de compartir conmigo todos los días de su vida.
Desgraciadamente, la concepción de Giselle sobre la pareja era mucho más
liberal que la mía, anteponiendo siempre el desarrollo de su vocación artística
por encima del concepto de hogar que yo anhelaba. Por otra parte, pensaba que,
el desgarro de nuestra separación, no ocasionaría en su interior ninguna
herida, por profunda que fuera, que no cicatrizara en un corto espacio de
tiempo, al término del cual, reharía su vida con otro hombre más acorde que yo
con su peculiar manera de entender la vida.
A tres días de mi
marcha, fuimos a “Les Deux Magots” con la intención de despedirme de mi amigo
Gérad. Si me hubiera ahorrado este gesto que consideraba de buena educación,
tampoco habría pasado nada. Gérard estaba amartelado con un muchacho bastante
más joven que él. En actitud cariñosa departían intimidades en un rincón del
salón. Cuando supo que quería agradecer su acogida por la amistad brindada, ni
siquiera se puso en pie; agitó la mano y dijo Au revoir, mon ami, para seguir intercambiando miradas con su
acompañante.
Tampoco fue mucho
más efusiva la despedida con Jeremías. Después de intentarlo varias veces, por
fin me cogió el teléfono y, de los cinco minutos que duró la comunicación, al
menos cuatro los empleó en contarme su avanzado proyecto de convertirse en el
futuro propietario de una brasserie.
“La próxima vez que vengas por aquí, te invitaré a una cerveza”—me dijo entre
risas—, deseándome, un bon retour.
Sin duda, la
despedida más emotiva se produjo cuando fui a recoger los cuatro bártulos que
permanecían custodiados en casa de madame Claudine. La mujer no pudo contener la
emoción cuando supo que regresaba. Con ojos humedecidos me puso como ejemplo de
joven responsable y educado. Me besó como quien besa a un nieto, asegurándome
que siempre tendría sitio en su casa y que si tenía pensado volver, no me
demorase en demasía. ”Je suis déjà trés
vieux” . Con un nudo en la garganta, bajé pausadamente por las escaleras
que, muchas veces, brincaba de dos en dos para no llegar tarde al trabajo. La
brisa vespertina me ayudó a clarear la visión.
La mañana anterior a
mi marcha, Giselle me comentó, que si quedaba algo que me hiciera ilusión
visitar se lo dijera para complacerme.
—Sí. Me gustaría
visitar el museo de Rodin—. Respondí de inmediato.
—Será bonito
recordar—. Contestó Giselle—Solo he ido una vez.
No fueron las
esculturas de Victor Hugo y de Honoré de Balzac las que más impresionaron a
Giselle. Ni siquiera “El pensador” o “Los Burgueses de Calais”, sino que, ante
la escultura de “El beso” permaneció estática varios minutos. Algo así quiso que
sucediera entre nosotros cuando me besó en los jardines del antiguo “Hôtel
Biron” y mucho más apasionadamente en la noche que precedió a mi vuelta.
“Siempre te querré”
fue la frase que me repitió una y otra vez, aunque fiel a sus principios, no me
acompañó al aeropuerto para no perder sus clases de ballet.
Cuando el avión
sobrevolaba París rumbo a Madrid, me sentí libre como un pájaro, satisfecho con
los logros conseguidos y esperanzado con lo que el futuro
me tendría reservado.
FIN DEL CAPÍTULO
PARÍS. ¡OH, LÀ LÀ!
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