PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (90)
CAPÍTULO XII
La Tolerancia
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―¿Y tú qué opinas, Alfredo? ―preguntó madame Stéphanie.
Don Alfredo, repuesto de la sorpresa, afrontó la situación con la misma tranquilidad
con la que seguramente se enfrentaba a las intervenciones quirúrgicas más
delicadas, y razonó de esta manera:
―Desde siempre tengo asumido que los hijos no son propiedad de los
padres. En esta casa hemos intentado educaros para que cada uno sea autónomo y
se enfrente a la vida de la manera que estime conveniente. Mi deseo hubiera
sido que Daniel siguiera mis pasos y fuera, con el tiempo, un médico afamado,
pero respeto su decisión porque confío en él y sé que la habrá tomado después
de madurarla convenientemente.
Puesto en pie, acudió hasta donde Daniel se encontraba y le abrazó. Al
instante, las tres mujeres, sin poder evitar las lágrimas, corrieron hacia
donde se desarrollaba la escena mejorada del hijo pródigo, para abrazar y
besuquear a Daniel hasta la saciedad, y yo me quedé como observador
privilegiado, contemplando la impresionante muestra de tolerancia de toda la
familia, apiñada en torno a Daniel. En aquellos momentos me alegré infinito por
el modo en el que mi amigo había superado el trance, pero sentí una cierta
envidia, porque una situación similar la hubiera deseado para mí.
En nuestra salida vespertina, noté que Cécile no tenía muchas ganas de
hablar y que su mano no se aferraba a la mía con la misma intensidad de otras
veces.
―¿Qué es lo que te ocurre? ―pregunté, inquieto.
―Creí que entre nosotros no existían los secretos ―respondió―. Llevamos
tiempo saliendo juntos y, al parecer, no has encontrado el momento oportuno
para comunicarme algo tan importante como que mi hermano quería ser jesuita.
―Tú lo has dicho: “entre nosotros”, pero no entre Daniel y yo. Cuando un
amigo me confía un secreto, no se lo revelo a nadie, de lo contrario no sería
leal con él.
Cécile quedó pensativa y, sin responderme, continuó a mi lado en
silencio. Para tratar de romper tan violenta situación, le propuse visitar a
don Julián, para que revisara las primeras estrofas de mi loa a Valladolid,
cosa innecesaria en esos momentos, pero que tal vez ayudaría a que pudiera
sentir después la mano de Cécile apretando a la mía con más firmeza.
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