SUNSET SANTANDER BAY

Desde muy niña le habían dicho que era muy
"mona" y atractiva, sin que esos comentarios se le hubieran subido a
la cabeza y no pensara, ni por un momento, que su belleza fuera tan sugerente
como para poder ser portada de alguna
revista de Moda. Antes de los quince años, los chavales volvían su rostro para
piropearla, y cuando comenzó sus estudios en la Facultad, hizo estragos con su
presencia, atrayendo miradas y recibiendo invitaciones de los alumnos de cursos
superiores. Así conoció a Joaquín, un muchacho pecoso y espigado de quinto de
Carrera que la envolvía con su labia graciosa y zalamera. Aquello duró lo que
tardó Joaquín en acabar el Curso y encontrar un empleo en la Bretaña francesa.
Encajó la derrota como un animal herido y se refugió en los estudios como medio
de olvidar la dura experiencia. El aislamiento le produjo un cambio en su
carácter, ahora reservado y cauteloso. Por sus amigas, sabía que era considerada
por sus múltiples admiradores como una belleza desperdiciada, incluso tildada
de altiva y sumamente creída, con la quien resultaba costoso entablar
conversación alguna.
Cuando opositó y obtuvo plaza en una ciudad del
interior, apareció en su vida un elegante y educado representante de joyería.
Con Jorge, nunca le faltaba el detallito de la pulsera ni el frasco de esencia
de colonia, quizás, para que no desentonara con el atrayente y varonil aroma en
el que él parecía sumergirse cada mañana. Era cierto, que por motivos
laborales, no podían verse con frecuencia, pero ¡eran tan gratificantes sus
encuentros! "Estaba desando regresar—decía" "He pensado en ti
noche y día" "Tenemos que buscar algún pisito para vivir
juntos", solían ser las frases con las que Jorge adulaba a su amada,
mientras sus manos recorrían raudas la anatomía de nuestra protagonista.
Después... la llamada inoportuna... el wasap comprometedor
y la confesión de un acorralado Jorge, que acabaría por admitir frecuentar
amores con otras mujeres, destruyeron aquella relación que parecía asentada en
la felicidad completa.
Instalada en la ciudad norteña, Fiona, desde su
apartamento divisaba el mar Cantábrico
mañana y tarde. Su placidez o
bravura le producían sensaciones de paz interior y sosiego. Soñaba con
sumergirse en las aguas transparentes de la bahía, abrazar las olas y fundir
sus deseos amorosos en la inmensidad
azul que tanto la atraía.
Un viernes dorado y otoñal, su mirada se cruzó con
la de un compañero que la observaba en silencio. El destino hizo que tuvieran
que entablar una pequeña conversación de trabajo y que de ahí surgiera la
proposición de pasear aquella tarde. Fue en los jardines de Piquio, cuando el
mar calmado arrojaba una suave brisa sobre las espaldas de Fiona y de Martín.
Él, caballeroso, colocó su brazo para protegerla del relente.
"¿Por qué me abrazas?"—pregunto, Fiona.
"Intento protegerte"—respondió Martín, y añadió: Desde que te conozco
te he estado observando y deseaba que llegara este momento para decirte que me
siento subyugado por tu mirada. Tus ojos tienen la claridad del mar".
Fiona, no respondió, pero notó una dulce y extraña
vibración interior hasta entonces desconocida. "Es tan hermoso lo que me
ha dicho"—pensó para sí y continuó en animada charla hasta alcanzar Puerto
Chico en donde ambos tuvieron la sensación de balancearse como los veleros allí
atracados. Atardecía cuando alcanzaron los jardines de Pereda. Martín tomó su
mano y ella no la retiró. Por un momento pensó que el verdadero amor había
llamado a su puerta, teniendo de fondo la Catedral como ensoñado presagio y el
acompasado canto del mar como música celestial, mientras el sol se ocultaba en
la bahía.
Fotografía del autor.