PASAJES DE ”LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (103)
CAPÍTULO VII
Se acerca
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Cansados como
estábamos, la casa del abuelo fue bastante más que un oasis en el desierto;
empapados en sudor atravesamos el zaguán con riesgo de coger una pulmonía, y
cuando llegamos al jardín, en donde la familia tomaba el vermut, cómodamente
sentada en las mecedoras, fuimos recibidos como dos héroes, sobre todo Tinín,
al que no le faltaron exclamaciones de admiración.
―¡Qué mayor es
mi niño, que va a pescar con los tatos! ―dijo mi madre.
―El esfuerzo
siempre ennoblece ―sentenció mi progenitor―. ¡Por fin noto que habéis comenzado
a heredar la capacidad de sacrificio de vuestro padre!
―Quitaos la
camisa, que os refresco ―se ofreció tata Lola, manguera de riego en ristre.
Margarita,
curiosa, acercándose al niño, le preguntó:
―Tinín:
¿Cuántas ranas traes en el saco?
―Ninguna
―contestó el crío cariacontecido.
―¿Cómo es eso,
rapaz, si «entavía» tiene que haber muchas? ―arguyó Petra.
―Ha dicho
Jeremías que había que dejarlas para madres, para que luego puedan cantar con
sus hijas ―respondió mi hermano con cara de conformidad.
El abuelo, que
parecía ausente en su sillón, alzando el ala del sombrero, opinó sobre el plan
de reproducción concebido por Jeremías:
―Me parece a mí
que las que no hayáis cogido hoy, van a cantar muy pronto, pero... ¡en la
barriga de alguno!
―Eso no me
importa abuelo ―dijo Tinín, herido en su amor propio― porque al final, ¡el
amor, siempre triunfa!
Esta frase,
impropia de un mequetrefe, produjo un estallido de carcajadas entre los
presentes, haciendo incluso sonreír al abuelo. Mientras tata Lola ahogaba la
risa cubriéndose la cabeza con el delantal, Petra, en una demostración de
clarividencia, dijo:
―¡Cómo se nota
que este niño es de capital! ¡Eso no se le hubiera ocurrido decir a ningún
bigardo de este pueblo!
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